¡La banca siempre gana! Helena Resano
Mientras en Occidente en general —y en la Unión Europea en particular— la atención se reparte entre el viraje iliberal de la administración Trump y los esfuerzos por redefinir las relaciones con China, India irrumpe con fuerza como potencia emergente, ambiciosa y contradictoria. El tamaño de su economía, el peso de su demografía y su creciente protagonismo regional y global contrastan con su fragilidad estructural interna y con una política exterior cada vez más asertiva, cuando no abiertamente beligerante en su área de influencia. Pero, ¿qué tipo de actor global es India? La pregunta aparece de forma abrupta tras los agresivos ataques militares lanzados en las últimas horas por Nueva Delhi sobre territorio pakistaní en un nuevo episodio de la tensa disputa en Cachemira. Más allá de la preocupante escalada fronteriza entre dos potencias nucleares, fijar el foco en el país más poblado del planeta, que es ya la quinta economía mundial (superando a Reino Unido, su histórica metrópoli colonial), debería encaminarnos a preguntarnos: ¿es India un socio fiable, un actor previsible o una potencia global de la que nos debamos preocupar?
India se encuentra en una encrucijada histórica. Con más de 1.400 millones de habitantes, una economía en acelerado crecimiento el país se proyecta como uno de los principales aspirantes a ocupar un lugar preeminente en el orden mundial del siglo XXI. Sin embargo, esta ambición global contrasta agudamente con realidades internas marcadas por profundas desigualdades y tormentosas tensiones sociales, culturales y religiosas. La paradoja india —una nación tecnológica y espacialmente avanzada que convive con niveles masivos de pobreza y fragmentación social— es el telón de fondo de su emergencia como potencia regional y potencial actor hegemónico global.
Desde 2014, bajo el liderazgo del ultranacionalista Narendra Modi y el Bharatiya Janata Party (BJP), India ha consolidado un modelo político que combina hinduismo radical, nacionalismo identitario y reformas liberalizadoras en la economía. Modi ha promovido una imagen de modernizador: inversiones en infraestructura, digitalización de servicios, y alianzas estratégicas con potencias occidentales. Al mismo tiempo, bajo su mandato India vive un debilitamiento de las instituciones democráticas, un acoso a minorías religiosas —en especial musulmanas— que amenaza con borrar el país multicultural y multiconfesional en favor de la materialización del proyecto de la hindutva (que identifica a la India con el hinduismo y el hinduismo con la India). Finalmente el control creciente sobre los medios y el poder judicial lleva años poniendo en jaque el funcionamiento institucional de este país continente.
La economía india es hoy la quinta del mundo por PIB nominal, y se prevé que escale posiciones en la próxima década. Es un centro tecnológico emergente, exportador de servicios informáticos y aspirante a convertirse en una nueva "fábrica del mundo", especialmente en sectores como el electrónico, el tecnológico, el farmacéutico o el militar. Sin embargo, esta proyección convive con realidades estructuralmente contradictorias: cerca del 60% de la población trabaja en el sector informal, los índices de desigualdad y exclusión son alarmantes y la movilidad social permanece restringida por factores como casta, género y geografía. La India tecnológica y la India rural, la de Bangalore y la de Bihar, son mundos paralelos.
Cerca del 60% de la población trabaja en el sector informal, los índices de desigualdad y exclusión son alarmantes y la movilidad social permanece restringida por factores como casta, género y geografía
India es también un actor con conflictos abiertos o latentes en su entorno inmediato. La disputa con Pakistán por Cachemira, histórica y persistente, ha generado múltiples enfrentamientos militares desde 1947, con un equilibrio nuclear inestable como telón de fondo. La rivalidad con China ha llevado a un reforzamiento militar en los Himalayas y a una mayor participación de India en coaliciones como el QUAD (con EEUU, Japón y Australia), percibidas como mecanismos de contención frente a la expansión china.
Además, India mantiene una relación ambivalente con otros países del sur de Asia: compite por influencia con China en Sri Lanka, Nepal y Bangladesh, donde ambos actores financian infraestructuras y buscan acceso a recursos estratégicos. En el Índico, India ha expandido su presencia naval y ha desarrollado acuerdos bilaterales de defensa con islas clave (como las Maldivas o Seychelles), conscientes de que el control marítimo será decisivo en la lucha por las rutas de comercio y las materias primas.
India, al igual que China, es un importador neto de energía y recursos estratégicos. Su dependencia del petróleo de Oriente Medio, el gas ruso y los minerales africanos (litio, cobalto, uranio) la obliga a una diplomacia pragmática, en la que combina alianzas con Occidente con relaciones con países no alineados. Ha aumentado sus inversiones en África, América Latina y Asia Central, donde busca asegurarse el acceso a las materias primas necesarias para su transición energética y tecnológica. En este contexto, India no compite sólo con China, sino también con actores europeos, Estados Unidos y, en menor medida, Rusia.
Militarmente, India ha invertido en la modernización de sus fuerzas armadas, incluida la expansión de su marina y el desarrollo de capacidades espaciales y cibernéticas. Su industria de defensa busca independizarse de Rusia como proveedor, orientándose hacia Israel, Francia y Estados Unidos. Y es ahí, en el plano geoestratégico, donde India aparece como pilar fundamental de un nuevo eje que busca contener la influencia de China. Esta alianza tácita —no formalizada pero cada vez más visible— está impulsada por Estados Unidos e incluye actores como Israel, Arabia Saudí y la propia India. Se trata de una coalición de intereses con el acceso a energía (Arabia Saudí), tecnología militar (Israel), mercados e influencia regional (India) como trasfondo en una coyuntura de reorganización del sistema internacional.
Este nuevo eje no implica necesariamente un alineamiento ideológico homogéneo, sino una convergencia pragmática. India mantiene relaciones con Rusia, rechaza sanciones unilaterales y defiende un modelo de “multipolaridad inclusiva”. No obstante, sus acciones —militares, diplomáticas y económicas— de los últimos tiempos se alinean crecientemente con la estrategia estadounidense de contención de China y sustitución de Europa como centro de gravitación económica.
India aspira a convertirse en una superpotencia global, pero lo hace desde una posición internamente frágil y geopolíticamente ambivalente. Su crecimiento económico, su peso demográfico y su activismo diplomático son indiscutibles. Sin embargo, el país sigue atrapado en contradicciones profundas: modernidad tecnológica sin inclusión social, hegemonía regional con conflictos abiertos, discurso multipolar con alianzas con actores geopolíticos que cuestionan el orden internacional basado en reglas.
La India de Modi es ya un actor global sobre el que tenemos que responder relevantes preguntas, ¿es hoy India la carta de otros actores geopolíticos para frenar a China? ¿Qué India se consolidará en el medio plazo: la India alineada en el eje EEUU–Israel–Arabia Saudí o la India parte de los BRICS que se articula preferentemente junto a los países del sur global? ¿qué tipo de actor pretende ser India en términos militares, un actor fiable y predecible o un expansionista gendarme regional? Y sobre todo, ¿puede un país con atronadores niveles de desigualdad ser un actor de referencia global? Las respuestas a estas preguntas son centrales para entender qué camino tomará y cómo será nuestra relación con el que, queramos o no, va a ser un actor internacional de primer orden en las próximas décadas en la conformación de un nuevo orden mundial.
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Antón Gómez-Reino fue diputado en el Congreso durante cuatro legislaturas entre 2015 y 2023 y miembro de la Asamblea parlamentaria del Consejo de Europa y de la OSCE.
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