¡La banca siempre gana! Helena Resano
Nadie te prepara para despedirte de tus hijos. Decirles adiós, en un taxi, en una ciudad que no es la tuya y que ellos ya han hecho suya. Decirles adiós sin saber muy bien cuándo volveremos a vernos porque sus agendas empiezan a estar tan llenas como las tuyas, su trabajo, sus obligaciones los atan a esa ciudad que para ti es completamente desconocida pero que para ellos empieza a parecerse a un hogar.
Decirles adiós con ese nudo en el estómago, aprendiendo en cada despedida a parecer mucho más fuerte de lo que realmente eres. A no darle ni una pizca de cancha a la nostalgia de confirmar que hace mucho tiempo que han volado del nido y que su vuelo es firme, seguro, con una meta clara.
Y deberías sentirte orgullosa por verlos salir de ese taxi en el que os habéis despedido, verlos entrar en ese portal que tú no conoces pero que ellos pisan cada día con paso seguro cada vez que entran y salen. Porque esto es lo que habéis peleado, ellos y tú: que logren una independencia, que logren alcanzar sus sueños, que todo lo que se han esforzado por llegar hasta ese portal tenga sus frutos.
No, nadie te prepara para eso. Por mucho que les hayas despedido muchas veces a lo largo de tu vida, en un aeropuerto cuando los enviabas a estudiar fuera, o en una casa donde les dejabas de pequeños para que pasaran unos días de verano mientras tú seguías trabajando. Ha habido muchas despedidas a lo largo de nuestras vidas pero todas tenían la promesa de volverse a ver, con fecha y hora concreta, de reencontrarse, de volver juntos a casa.
En éstas, en las de ahora, hay un “intentaré ir pronto”, cuando sabes –porque a ti también te pasó– que el trabajo, la vida, los planes que surgen en esa ciudad que no es la tuya pero sí la suya, les van a ir atrapando poco a poco.
Y conforme vas poniendo kilómetros entre ellos y tú, aprendes a reconocer ese hueco que han dejado en tu corazón. Y lo haces con amor, porque es lo que hay, mucho amor en haber aprendido a hacerles libres, a no atarlos a nada, ni a ti misma, a saber tomar decisiones, a arriesgarse. Vivir fuera, les cuentas, te recuerdas a ti misma, supone muchas renuncias y muchos momentos de soledad. Vivir fuera, lejos de los tuyos, tiene un coste personal altísimo. Lo sabes bien. Te perderás muchas cenas, muchos desayunos, te prometerás no perderte demasiados cumpleaños pero, conforme pase el tiempo y tu vida vaya creciendo en esa otra ciudad, sabes que faltarás más de lo que prometiste.
Vivir fuera, les cuentas, te recuerdas a ti misma, supone muchas renuncias y muchos momentos de soledad. Vivir fuera, lejos de los tuyos, tiene un coste personal altísimo. Lo sabes bien
Y llegas a casa, y aprendes a ver la habitación vacía sin que te arañe la pena. Su cuarto sigue siendo su templo, pero poco a poco, su olor se va difuminando y tú vas tomando conciencia de que ésta es la nueva realidad, la nueva etapa que hay que atravesar porque, ser madre, es también esto.
Nadie te enseña a despedirte de ellos. Y es algo que voy aprendiendo poco a poco. Las primeras veces lo hacía parapetada tras unas enormes gafas de sol, como si así pudiera disimular las lágrimas. En todas he ido suspendiendo, estrepitosamente. Pero voy cogiéndole el truco. Sé que está bien. Sé que es feliz, sé que esto es lo que quiere y ahí está. Lo peor es que en nada, su hermano seguirá sus pasos, y ahí me tocará de nuevo ponerme las gafas con las que ocultar la melancolía. Mientras, el puñetero iPhone seguirá colgando fotos aleatorias de “recuerdos”, recordándote que, hace nada, eran dos pimpollos colgados de tu mano.
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