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Vergüenza y culpa

Librepensadores nueva.

Manuel Jiménez Friaza

Quien, como yo, haya sufrido una educación católica sentirá, como una marca indeleble, el sentimiento de la culpa o la vergüenza. Es para siempre, como bien sabía San Agustín. En un extenso episodio de sus Confesiones, cuenta el santo, avergonzado, que a sus dieciséis años, junto a una pandilla de amigos, robó una gran cantidad de peras para tirarlas apenas mordisqueadas. Lo que más le dolía, sin embargo, era haberlo hecho, simplemente, porque estaba prohibido (dum tamem fieret a nobis quod eo liberet, quo non liceret). En su introspección, intenta aclarar los motivos con estas palabras:

Pues, miserable de mí, ¿qué fue lo que fue lo que yo busqué en el hurto que ejecuté esa noche a los dieciséis años de mi edad? Hermosas eran aquellas peras, Señor, pero no era su hermosura y bondad lo que mi alma apetecía. Porque tenía yo abundancia de otras mejores, y aquellas las cogí solamente por hurtar. pues luego que las tuve, las arrojé, comiendo de aquel hurto solamente la maldad, con que me divertía y alegraba. Porque si entró en mi boca algo de aquellas peras, solamente el delito y la maldad era lo que para mi gusto las hizo sazonadas y sabrosas [quid me in furto delectaverit] (II, 6, 12)

Teniendo a la vista la culpa original, de la que no podemos librarnos ("habiendo sido yo concebido en culpa, y viviendo en ella en el seno de mi madre". Sal. 51.5), dirime, en otro lugar, la vergüenza de la desnudez tal se nos cuenta en el Libro del Génesis:

Estaban ambos desnudos, el hombre y su mujer, pero no se avergonzaban (Génesis, 2, 25).

Fue después cuando la vergüenza entró en el mundo:

Entonces se abrieron los ojos de ambos y se dieron cuenta de que estaban desnudos. Cosieron, pues, hojas de higuera y se hicieron delantales (Génesis, 3, 7).

Todo había cambiado. Así respondía Adán a la llamada de Dios tras la Caída:

Oí tu voz en el jardín y tuve miedo, porque estaba desnudo; y me escondí. "¿Y quién te ha dicho que estás desnudo?" –le preguntó Dios– "¿Acaso has comido del fruto del árbol que yo te prohibí comer?" (Génesis, III, 10-11)

Ahí entró la vergüenza, y su hermana la culpa, en nuestro mundo. ***

El mismo San Agustín acepta un relativismo comunitario en el sentimiento de la vergüenza del desnudo. En De doctrina christiana, se refiere al vestido y no a la desnudez para señalar su carácter social e histórico:

Porque así como entre los antiguos romanos era vergonzoso llevar la túnica hasta los tobillos y con mangas, y ahora no lo es cuando las visten gentes de alcurnia, en todas las demás cosas se ha de procurar advertir que no intervenga la liviandad en su uso. (cit. Carlo Ginzburg, NLR 120).

Este mismo autor se sorprende de este relativismo cuando señala que San Agustín, en el mismo contexto pero refiriéndose a la poligamia de los antiguos patriarcas: "Las costumbres matrimoniales cambian como lo hacen los vestidos: su percepción puede variar de un lugar a otro y de año en año. A veces pueden resultar vergonzosas".

Ginzburg comienza su artículo sobre estos sentimientos «políticos» de una manera provocadora: "Hace mucho tiempo me di cuenta de repente de que el país al que se pertenece no es, como dice la retórica habitual, al que se ama, sino del que uno se avergüenza. La vergüenza puede ser un vínculo más fuerte que el amor". De eso sabemos mucho los españoles. Pero más impactante aún es el final de su reflexión, cuando, de la mano del testimonio de Primo Levi, habla de la "vergüenza de la humanidad". En La tregua, con la guerra recién terminada, Levi, junto a un grupo de supervivientes de Auchwitz, se encuentra con unos soldados rusos -sus libertadores- a caballo. Describe así la escena:

"Ellos" y "Los demás"

"Ellos" y "Los demás"

No nos saludaban, no sonreían; parecían oprimidos, más aún que por la compasión, por una timidez confusa que les sellaba la boca y les clavaba la mirada sobre aquel espectáculo funesto. Era la misma vergüenza que conocíamos tan bien, la que nos invadía después de las selecciones y cada vez que teníamos que asistir o soportar un ultraje: la vergüenza que los alemanes no conocían, la que siente el justo ante el crimen cometido por otro, que le pesa por su misma existencia, porque ha sido introducido irrevocablemente en el mundo de las cosas que existen, y porque su buena voluntad ha sido nula o insuficiente, y no ha sido capaz de contrarrestarla.

En libros posteriores, Levi volvió sobre el mismo tema, vinculando ya siempre vergüenza y culpa. La última vez, en Los ahogados y los salvados, de 1986. El hecho de que ni víctimas ni libertadores hubieran podido evitar la injustica se le hizo intolerable. Un año después, se suicidó.

Manuel Jiménez Friaza es socio de infoLibre.

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