El liberalismo del PP choca con la nueva era de la intervención estratégica del Estado
“El Partido Popular tiene muy claro que para que el Estado esté en una empresa tiene que haber una muy buena causa”. La frase la pronunciaba la pasada semana Alberto Nadal, vicesecretario de Economía y Desarrollo Sostenible del Partido Popular. De hecho, en la estrategia económica que ha ido apuntando la formación que preside Alberto Núñez Feijóo, decisiones como la entrada del Gobierno en Telefónica a través de la SEPI (para evitar que el grupo saudí STC controlase la entidad) o la posición del Ejecutivo en la fallida opa del BBVA sobre el Sabadell, más cercana a las resistencias de la entidad catalana, suscitaron críticas desde la bancada popular.
Estos son, en el fondo, ejemplos concretos que se enmarcan en un debate mucho más amplio acerca de hasta dónde debe entrar el Estado en las grandes compañías y de la relación del poder público con estas. En España, la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales (SEPI) está representada en un total de 26 empresas y en 15 es accionista mayoritaria, según detalla la entidad. Entre estas últimas se encuentran, por ejemplo, Navantia, Tragsa o Hunosa. Pero no es la SEPI el único vehículo. Por ejemplo, el Estado también posee acciones de Caixa Bank a través del Fondo de Reestructuración Ordenada Bancaria (FROB) y otro gran conglomerado público es Enaire-Aena, que gestiona la navegación aérea en España. Además, existen otras muchas empresas con participación pública dependientes de diferentes ministerios, como Renfe, Loterías, Paradores, Ineco, etc.
La dinámica de privatizaciones comenzó en España a partir de 1985 bajo el Gobierno de Felipe González (PSOE) y se intensificó durante el mandato de José María Aznar (PP), a partir de 1996, según detalla un estudio publicado por el catedrático de la Universidad de Barcelona Joaquim Vergés, y titulado Balance de las políticas de privatización de empresas públicas en España. En ese momento salieron del ámbito público compañías como Repsol, Argentaria, Endesa o Telefónica. Estas privatizaciones, apuntan fuentes de Sumar —muy críticos con los procesos de privatización— “han hecho nuestra economía más dependiente, le han restado competitividad y capacidad de crecer”. Como ejemplo citan el caso de Argentaria, una entidad bancaria pública que terminó fusionándose para formar el BBVA. “Nuestra banca está cada vez más concentrada, destruye empleo y ofrece peor servicio, aumentando la exclusión financiera” y critican que “PP y PSOE hayan promovido estas privatizaciones de empresas estratégicas”.
Pero casi tres décadas más tarde, en un contexto donde ganan peso conceptos como autonomía estratégica, reindustrialización o soberanía energética, las posiciones liberales más clásicas, que apelan a un Estado mínimo, parecen complicadas de encajar. En España la privatización ha sido uno de los caballos de batalla a la derecha del arco político y la no intervención una premisa fundamental. Cuando en 2023 el Gobierno entraba en Telefónica, las acusaciones cruzadas acaparaban el debate político. Juan Bravo, coordinador del área económica por aquel entonces, tildaba el movimiento de “populista” y hablaba de “ocupación” y de “intervención en el mercado”. La réplica se la daba María Jesús Montero, que acusaba al PP de “malvender” Telefónica en tiempos de Rodrigo Rato. Y la polémica aún sigue, porque Nadal lanzaba una pulla al Gobierno en una entrevista concedida al periódico El Economista: “Lo que no se puede, bajo ninguna circunstancia, es entrar en empresas para controlar consejos de administración o cambiar a su presidente en La Moncloa”, concluía.
De la “privatización” a la “autonomía estratégica”
“Si nos situamos en los años 90, España y otros países de Europa abrazaron estos procesos de liberalización y privatización. Por un lado, habíamos entrado en la Unión Europea y había que cumplir con los criterios de Maastricht —que exigían unos niveles de déficit público y llevaron a muchos países a vender empresas estatales para obtener ingresos—; y por otro, había una cierta fe, un tanto ideológica quizá, en el mercado como mecanismo de reparto”, explica la economista y socia de KSNET, Elena Costas Pérez.
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Pero las sucesivas crisis hicieron girar esta percepción. “Han pasado 30 años y la situación es muy distinta. Al final, las tensiones geopolíticas, las guerras comerciales propiciadas por Donald Trump, las crisis de suministros o la autonomía energética, evidencian que una competencia internacional absoluta puede provocar cierta inestabilidad, y esto hace que los países estén más dispuestos a usar herramientas que antes no usaban tanto”, apunta la economista. “Todo esto vuelve a poner a los Estados en el centro como garantes de una cierta estabilidad o de unos mínimos. Por eso estamos viendo inversiones públicas en sectores estratégicos o incentivos a la producción local o endurecimiento de la política comercial. Son conceptos que en su momento se hubiesen tildado de intervencionistas y que ahora apuntan más a un comportamiento estratégico”, concluye.
“La Constitución reconoce al Estado como sujeto económico y, pese a lo que se suele argumentar, estas empresas prestan servicios esenciales a la ciudadanía”, explica Jorge Fabra, presidente de Economistas Frente a la Crisis y expresidente de Red Eléctrica de España. En servicios esenciales como la electricidad, la vivienda o la telefonía, donde muchas veces el valor de uso está muy por encima del precio, el economista señala que sin una cierta presencia pública se corre el riesgo de que las compañías se conviertan en “empresas extractivas”, ya que prestan servicios fundamentales a los que los ciudadanos no podrían renunciar.
“No hace falta que el Estado tenga en 100% de una empresa para que esta se considere pública y para que ese ámbito pueda estar altamente regulado. Por ejemplo, en los 90 se privatizó una parte del capital de Endesa y eso no hizo que el Estado perdiese todo el control”, concluye.