Muros sin Fronteras

Periodistas, correveidiles y zotes

“Soplan malos vientos para la libertad de prensa en el mundo, porque soplan malos vientos para la libertad”, escribe Alfonso Armada, director de FronteraD, una joya digital que cumplirá 10 años en noviembre. El texto se titula Enemigos del pueblo. Armada también es presidente de Reporteros Sin Fronteras (RSF) en España, poeta, autor teatral, viajero y sabio. En su artículo recuerda que la revista estadounidense Time eligió Persona del Año a “los guardianes de la libertad de expresión”. Ser periodista no está tan mal visto en otros lares. Antes habría que definir el oficio, para saber quiénes están dentro y quiénes fuera.

No son solo los Donald Trump quienes señalan a medios y periodistas ante sus seguidores, están los pistoleros que aprietan el gatillo. Según el informe anual de RSF, en 2018 perdieron la vida 63 periodistas —un 15% más que en 2017—, 348 se encuentran encarcelados y otros 60 secuestrados. En diez años han sido asesinados 702 informadores. Si tenemos en cuenta a los colaboradores, chóferes y fixers la cifra de asesinados el año pasado se eleva a 80. Es un trabajo peligroso, sobre todo cuando se ejerce bien, con dignidad y valentía. El 45% de los periodistas muertos de manera violenta en 2018 no trabajaban en un país en guerra.

¿Qué es periodismo? Según el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española se trata de una “actividad profesional que consiste en la obtención, tratamiento, interpretación y difusiones de informaciones a través de cualquier medio escrito, oral, visual o gráfico”. Le faltaría una palabra clave: veraces. “Difusiones de informaciones veraces”.

George Orwell acota un poco más: “Noticia es aquello que se quiere ocultar, lo demás son relaciones públicas”. Nosotros publicamos lo que cualquier poder, sea político, económico o religioso, trata de ocultar. El negocio es la credibilidad. En tiempos de crisis y mudanza tecnológica, del corta y pega, el trending topic y los videos virales –como si la viralidad fuese un sinónimo de calidad--, se emiten y publican muchas relaciones públicas disfrazadas de información.

Tampoco está mal la definición de Chesterton: “Periodismo consiste en decir lord Jones ha muerto a personas que no sabían que lord Jones estaba vivo”.

Hay principios sacrosantos que han saltado por los aires: no es lo mismo una noticia que una opinión, que deberían ir diferenciadas para que el lector, oyente o televidente lo sepa. Hay un tercer elemento: la publicidad, que fluye mezclada con las noticias y las opiniones.

Perdimos los límites éticos debido a la crisis y con ellos una gran parte de la confianza de la ciudadanía. Un ejemplo: ¿puede una farmacéutica invitar a periodistas a cuerpo de rey para presentar un medicamento? ¿Pueden esos invitados escribir con ecuanimidad sobre él? ¿Deberían decirlo en sus crónicas?

Internet no es un medio de comunicación, se trata de un vehículo de transmisión. Por él fluye todo, lo bueno y lo falso, mezclado, sin alertas que nos ayuden a detectar los bulos. Perdida la confianza en los periodistas, muchos ciudadanos creen informarse desde un click en un océano de tiburones. Los grupos y partidos xenófobos sacan partido de esta desorientación general para colocar mensajes y mentiras que entran en el circuito de los debates sin un control de veracidad. Ese control era lo esencial de nuestro oficio: diferenciar el trigo de la paja.

No es lo mismo ejercer de periodista en México —el país sin guerra declarada con más informadores asesinados en 2018 (nueve)—, que serlo en un plató de televisión. No lo digo por los profesionales que los habitan a diario con enorme profesionalidad ni por los tertulianos honestos, que los hay. Me refiero a aquellos que saltan sin rubor de un escenario partidista, en el que leen comunicados repletos de mentiras —¿no debíamos denunciarlas?—y regresar a los platós como si nada hubiese pasado.

Me refiero a los insultadores profesionales que utilizan sus plataformas para lanzar mierda al enemigo. O para transmitir informaciones falsas procedentes de bandas político-policiales corruptas. Solo hay dos opciones: no hicieron el trabajo de comprobación o actuaron de correa de transmisión de una mafia a sabiendas que esparcían basura. Lo primero se podría resolver con una excusa pública (todos cometemos errores; incluso el The New York Times antes de la invasión de Irak en 2003), pero lo segundo es un delito que puede conllevar penas de cárcel. Habrá que esperar a las conclusiones del juez Manuel García Castellón. Lo que parece evidente debe probarse ante un tribunal.

La misión de los tertulianos es ayudar a comprender los contextos complejos en los que se mueve la realidad. Pueden tener ideología, claro, pero siempre y cuando no sirva de alucinógeno. No estamos aquí para defender a los que nos caen mejor o menos mal. Nuestros jefes son los ciudadanos. Nuestro compromiso son los hechos probados, decir lo que sabemos y lo que no sabemos.

Lo grave son aquellos periodistas, sean tertulianos o no, que debajo de la camiseta de periodista llevan otra de un partido o de una empresa. En el siglo XIX era común la mezcla de periodismo y política. Eran tiempos de gran agitación en un país que había preferido las Cadenas a la Razón. Siempre existieron los fondos de reptiles con los que gobiernos y empresas mantenían en nómina a sus peones para que informaran a favor, o para que desinformaran. No es algo lejano que pertenece al XIX y a principios del XX. Ha existido en democracia.

Nuestro trabajo no es inventarnos noticias contra nadie para desprestigiarlo. Ni siquiera contra Vox. Nuestro trabajo es cuestionar cualquier discurso, buscarle los motivos y comprobar su veracidad. Debemos conocer el comportamiento de los votantes de extrema derecha, sus motivos, sus puntos débiles y sus puntos fuertes.

Tiene que llover a cántaros

En los mismos programas a los que acuden mezclados periodistas de verdad y de mentira se da alas a los portavoces de Vox para que cuelen trolas sin control. Les estamos haciendo la campaña, repetimos hasta la saciedad cualquier salida de tono, como la boutade de armar a “los buenos ciudadanos”boutade. No solo son el torpe de Pablo Casado y el veleta de Albert Rivera, somos nosotros, los periodistas. ¿Alguien cree que este camino nos ayudará a recuperar la credibilidad? Pluralidad no es dejar que todos digan sus mentiras de forma más o menos ordenada. Como decía un meme genial: “Si uno dice que llueve y otro que no, el trabajo del periodista es abrir la ventana y sacar la mano”.

Es más fácil perseguir a actores, comediantes y raperos que a ministros del Interior que montan policías políticas para fabricar pruebas contra los rivales políticos. Al parecer era una policía de doble uso: valía contra Podemos y los independentistas y servía para destruir pruebas de la corrupción del PP.

Aquí, afortunadamente, ya no se matan periodistas –ETA sí mató–, pero tenemos un problema con los fundamentos éticos del oficio. Deberíamos ser los más interesados en desenmascarar a los impostores. Si no hay un escándalo mayúsculo con la brigada corrupta del ministro que colocaba medallas a las estatuas es porque nadie está completamente seguro de la inmaculabilidad de su currículo. Yo tampoco.

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