Ni el "y tú mas" ni el "y yo menos" Miguel Lorente Acosta
Mi abuelo materno pisó San Sebastián un solo día, justo al terminar la guerra, con el Ejército. Nunca he estado en una ciudad más bonita que esa, nos decía. La recordó toda su vida y nunca dejó de querer regresar. No lo consiguió. O no se lo conseguimos. Mi madre heredó esa nostalgia grabada de su padre y, muchos años después, cuando caminamos juntas por sus calles de lluvia y norte, por esa belleza tan perfecta de enclave recogido y agua cantábrica, a veces, nos acordamos de él. Lo que le hubiera gustado estar aquí, nos decimos. También juraba que iría a Nueva York antes de morirse, que eso tenía que verlo él, ya saben, la civilización, lo que sea que quiera decir eso hoy, los rascacielos y las avenidas para alguien nacido en un pueblo pequeño de Extremadura y emigrado a las periferias de Madrid. Pero tampoco se pudo.
Mi abuelo paterno nunca montó en avión. Mi abuela tampoco. No recuerdo que hayan tenido vacaciones, que ellos hayan hecho una maleta y hayan cerrado la puerta de su casa y se hayan marchado a cualquier parte elegida. Vacaciones, ese descanso “sobrevalorado” por quienes tienen, tenemos, el privilegio de poder darle o quitarle valor. Pero, una vez, cuando él era un crío, cogió una bicicleta y se fue del llano de Toledo hasta Valencia para conocer el mar. Proeza o leyenda, qué importa ahora. Pues este abuelo mío nos cantaba tangos en el salón de su casa. A capela, a veces, fumando. Y lo hacía muy bien. Y así supe yo, a través de la música, que, de todos los lugares de la Tierra, al que había que volver, con la frente marchita o como fuera, era a Buenos Aires.
Vacaciones, ese descanso “sobrevalorado” por quienes tienen, tenemos, el privilegio de poder darle o quitarle valor
Me acuerdo de él, de ellos, mientras caminamos por Corrientes abajo, cruzamos la enormidad de la avenida 9 de julio y llegamos hasta la Plaza de Mayo. Detrás, la Casa Rosada, con su energúmeno habitante hoy. Mi primera vez en la ciudad. Viajeros de este siglo veintiuno. Nómadas del placer de transgredir las distancias. El mundo en nuestra mano. Y, paso a paso, barrio a barrio, la ciudad evocada, querida, deseada y mil veces cantada, se desdibuja, se pierde en mi memoria para rellenar ese mapa imaginario con la ciudad real. Así tiene que ser. Y se acaba, día tras día, y me despido del Buenos Aires al que le parpadean las luces a lo lejos, el de las películas que vimos, el de la historia que me atraviesa y me tensiona, el Buenos Aires aún vacío de los que desaparecieron de sus calles, el de los escritores y escritoras que narraron la gran ciudad del sur, tantos relatos salvajes, luces y sombras.
Una vida: tocar solo tus confines o atravesar las fronteras. Un sello más en el pasaporte como nuevo capital personal. ¿Nos ha hecho mejores personas atravesar los océanos? Por supuesto que no. Puedes sobrevolar todos los suburbios sin llegar a saber nunca cómo se pagan aquí los recibos, si esa familia entera va a dormir en la esquina toda la noche, cuántos trabajos se necesitan en una ciudad como esta para sobrevivir. Tanto han cambiado las posibilidades en dos generaciones y la misma sensación de lejanía.
Debe ser el aire del Río de la Plata, de este invierno en mitad de mi verano, la intensidad de las conversaciones mantenidas o quizá que hoy cumplo cuarenta y cuatro años lejos de mi casa y me parece bien, cómo ha pasado todo este tiempo, porque solo deseo conservar una parte pequeña e intacta de aquel mundo que distinguía entre lo bueno y lo malo de forma más radical, las ciudades imaginadas por ellos, porque ahora quién sabe desde dónde te apuntan, salvar una parte de aquella memoria positiva, íntima, nuestra, todos los lugares donde quisieron ir los tuyos y no lo consiguieron, aquellas calles que ellos pensaron para ti y que tú pisas ahora. Cuántas cosas daría por haberlos traído conmigo a tiempo y decirles, sentados en un café de Palermo, frente a frente, que aquí yo podría vivir.
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