Torrejón, un modelo mortal Pilar Velasco
El hábito del periodismo de aquietar el uso del lenguaje a los tipos penales enajena el idioma de sus dueños, los hablantes, para entregarlo a una casta y el periodismo tiene el deber de sublevarse a esa apropiación.
La bibliotecaria, archivera y filóloga María Juana Moliner Ruiz (Paniza, Zaragoza, 1900) defendió durante la República la extensión cultural y la lectura pública, con un fuerte compromiso social en un malhadado país con unos índices de analfabetismo que Europa Occidental había dejado atrás siglo y medio antes. Tras la Guerra Civil, por supuesto fue depurada por el franquismo, atado su destino al pendón atribuido a José Millán-Astray: “Muera la inteligencia”. Expulsada de la docencia universitaria y relegada a tareas menores en bibliotecas, le fue negada la cátedra y, más tarde, también su candidatura a la Real Academia, apoyada por grandes de las letras como Dámaso Alonso. Fue rechazada porque una mujer en la RAE era entonces impensable, no digamos una roja.
En esas condiciones de marginación, desde su casa y a solas, emprendió la titánica tarea de redactar el Diccionario de uso del español (publicado en 1966), sin duda el mejor de la época y aún hoy, pese a la evolución del habla, uno de los más útiles, inteligentes y generosos publicados jamás. María Moliner entendía que el idioma es de los hablantes y no de las academias, que un diccionario debe ser descriptivo y práctico, y que su condición normativa solo debe sancionar lo existente. Un diccionario no legisla, sino que muestra cómo se usa la palabra en distintos contextos y épocas, por eso en la obra de María Moliner se incluyen ejemplos vivos, asociaciones, sinónimos y colocaciones, un diccionario pensado para hablantes reales, no para juristas del idioma.
El diccionario, nos enseñó Moliner, es registro y catálogo antes que norma porque la lengua es un bien común. Y es democrática incluso antes de la democracia, es plural antes del pluralismo, y es mutable antes de la posmodernidad. Moliner no limpia ni fija, acompaña y da fe. No dicta desde un púlpito, un sillón académico ni una cátedra, porque le fueron negados, nunca se sintió tribunal de la lengua, solo observó cómo se hablaba y dio cuenta de ello tratando de ordenar el uso real. Por eso su Diccionario de uso del español es un proyecto insurgente, que no intenta domesticar y se rebela contra lo legislado para situarse al lado de la comunidad hablante y escribiente. Es casi un diario íntimo del idioma vivo, escrito en semiclandestinidad frente a y contra la solemnidad normativa de la Real Academia de la Lengua.
La lección de María Moliner es indispensable hoy para el periodismo, que en sus excesos de celo y rigor ha regalado la tutela y dictado del idioma a ciertos ámbitos de expertise —sobre todo, el jurídico y el económico, los gremios más presuntuosos del ágora pública y los que con más intensidad aspiran a que lo suyo tenga el estatus científico del que, obviamente, carecen sus especialidades— y se somete a los manuales de economía o al código penal para emplear palabras de uso común a cuyo sentido original, prejurídico y preeconómico, renuncia.
Que el juez Juan Carlos Peinado es un chambón del Derecho (según doña María Moliner, “poco hábil en cualquier cosa”) y un politicucho en acción judicial es una realidad incontrovertible para cualquier ciudadano alfabetizado, porque, por una parte, cualquier persona con la Primaria aprobada puede leer sus pintorescos autos y, por otra, el Derecho no es un arcano, no es física cuántica, es lenguaje común y ordenado. El remilgo con el que este malhadado oficio nuestro se resiste a constatar que, no solo su desastrosa y disparatada instrucción es una investigación prospectiva (prohibida expresamente por la ley), sino que cuanto hace está cómodamente acampado dentro del verbo prevaricar (dice doña María “faltar un empleado público a la justicia en sus resoluciones propias de su cargo, conscientemente o por ignorancia inexcusable” ), bajo la coartada de que tal cosa no puede afirmarse hasta que lo haga una condena firme, es un ejemplo palmario de cómo los periodistas hemos entregado al código penal y a la casta de togados (“grupo constituido por los individuos de cierta clase, profesión, etc., que disfrutan de privilegios especiales o se mantienen aparte y como superiores a los demás”, dice Moliner) el control de la lengua.
El periodismo sabe que a lo largo de las décadas el Tribunal Supremo ha condenado a inocentes a sabiendas, por conveniencia política o soberbia personal —a menudo, una combinación de ambas cosas— al margen de que los togados responsables de tales crímenes contra el derecho y la verdad sean o no condenados y apartados de la carrera judicial. Porque la realidad y la verdad de lo que ocurre no son potestad de los tribunales. Que alguien acabe en la cárcel no significa que el periodismo tenga que someterse al criterio del juez. El idioma nunca es neutral, es un territorio en disputa, y el derecho se apropia de ciertas palabras porque en su universo técnico necesita precisión. Pero esa precisión jurídica no tiene por qué gobernar el uso común, ni mucho menos el uso periodístico, pues la lengua es más nuestra que de ningún otro gremio. Si el juez dice “prevaricación” solo cuando hay condena, está usando el término en un sentido jurídico-estricto, pero en el habla corriente, y también en el periodismo, a un modo de actuar patente hay que llamarlo como lo que es. Porque el periodismo no puede permitirse el lujo de tomarse meses para explicar lo que pasa, y por eso debe ceñirse a lo que, en un ejercicio responsable se considera una afirmación veraz.
El idioma no se presta a secuestro institucional. Ni jueces, ni académicos, ni políticos pueden monopolizarlo y fijar sus definiciones para el común pues cada ciudadano que habla lo hace suyo. Y el periodismo tiene un papel primordial, antes y por encima de todos los demás oficios, en su configuración y en sus hipótesis de sentido. Emanciparse del estrechamiento que supone el uso judicial del lenguaje no significa que todo valga, porque el lenguaje periodístico tiene un efecto performativo, pero las leyes a las que este oficio se debe son las de las fuentes, la comprobación, la interpretación y la constatación de lo evidente. El periodismo es y debe ser mucho más ancho que un fallo judicial, recordando que el diccionario es nuestro, no suyo. Y, he aquí la paradoja, si bien la soberanía del juez le permite actuar contra lo patente (y de hecho, como vemos, a veces lo hace), la del periodista no. El Tribunal Supremo puede rechazar pruebas fehacientes de un hecho por razones formales o por oscuros intereses; el periodismo no puede permitirse ese lujo.
Una cosa es la verdad judicial, dictada en autos y sentencias, y otra la verdad periodística
En el fondo, se trata de reconocer que hay dos legitimidades y la de nuestro oficio de impostores no puede someterse a la de otros gremios, ni siquiera los de los poderes del Estado: los jueces definen delitos en términos de condenas, y el periodismo se debe a la descripción honesta de la realidad en términos de lenguaje común. Por eso, una cosa es la verdad judicial, dictada en autos y sentencias, y otra la verdad periodística, elaborada en el espacio público sobre realidades disponibles. Por ejemplo: ¿Fue constitucional la aplicación que hizo Mariano Rajoy del artículo 155 en Catalunya disolviendo el Parlament? Es evidente, para cualquiera que leyera el artículo y el debate en torno a su redacción, que no lo era, y esa constatación no la cambia el posterior fallo del Constitucional diciendo que sí lo fue. Ambas verdades no tienen por qué coincidir, ni la del periodismo tiene por qué estar obligatoriamente sometida a la del Derecho.
En estos tiempos en que la administración de Justicia —que, no lo olviden, preexiste miles de años a la democracia y a los derechos humanos, y hoy vemos que también aspira a sobrevivirlos— se rebela contra la soberanía popular, es momento de que el periodismo reivindique su papel como actor de primer orden en la construcción del sentido de las palabras, un reino al que no hemos de renunciar, impugnando el estrechamiento que el saber experto pretende y devolviéndole la anchura que el habla y la literatura le confieren.
Somos los insurgentes de María Moliner, asumiendo un lenguaje de uso, ni jurídico, ni académico, ni aristocrático, sino pegado a la vida, al habla viva, a la polisemia que incomoda a los que quieren fijar significados cerrados y estrechos a que embriden lo que vemos y sabemos. El periodismo, oficio reciente, precario, canalla y sedicioso, no es el pasante de notaría de las milenarias togas. Se lo debemos a María.
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