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Cuando la vida privada es relevante

¿En qué circunstancias la vida privada de las personalidades públicas es relevante para la ciudadanía y, en consecuencia, puede y hasta debe ser objeto del interés periodístico? La respuesta a esta pregunta no es tan complicada como dicen algunos. Una ya larga experiencia de ejercicio del periodismo en países democráticos ofrece una casuística razonable. Una casuística que se asienta en centenares de sentencias judiciales favorables a los informadores.

Por ejemplo, eldiario.es hizo muy bien publicando la pasada semana un extracto del intercambio de mensajes de texto entre el empresario Javier López Madrid y los entonces príncipes de Asturias, el asunto conocido popularmente como #CompiYogui. En ese intercambio, Felipe de Borbón y Leticia Ortiz –y muy en particular ella– le expresaban su cariño a un individuo del que acababa de conocerse que se había gastado un dineral con una tarjeta black de Caja Madrid. Por lo demás, y como ha señalado aquí mismo Jesús Maraña, ninguno de los dos daba la menor muestra de indignación por el uso de un instrumento que permitía a sus beneficiarios obtener ingresos adicionales sin declararlos a Hacienda.

Si la simpatía a López Madrid se la hubiera expresado una actriz o un torero, no habría justificación periodística para desvelar una conversación privada. En materia de relevancia o no de la vida personal de los famosos, el primer criterio a tener en cuenta es preguntarse de quién cobran. Si lo hacen de nuestros impuestos, como es el caso de Felipe y Leticia, la ciudadanía tiene un interés legítimo en conocer sus actividades: todas las públicas, desde luego, pero puede que también algunas privadas. Nadie está obligado a ser alcalde, diputado, ministro, jefe de Gobierno o jefe de Estado. Si se asume algunas de esas responsabilidades, debe aceptarse que en democracia el que paga, el contribuyente, manda.

¿Estoy diciendo que la opinión pública tiene derecho a conocer la vida sexual, la vida familiar, las amistades, los gustos culinarios, las preferencias de ocio y todo el universo privado de aquellos representantes políticos que paga con sus impuestos? En absoluto y ustedes lo saben. Un rey, un presidente, un ministro y un alcalde tienen exactamente el mismo derecho que todos nosotros a que nadie se cuele en su dormitorio o el salón de su casa. Salvo que…

Salvo que se utilice la vida familiar para ganar simpatías y votos. Ejemplo clásico: es relevante que la opinión pública conozca que un político norteamericano tiene una tórrida relación extramatrimonial con una modelo si, a la par, ese político hace campaña exhibiéndose todos los domingos junto a su esposa y sus hijos a la salida de la iglesia, y soltando a los periodistas que él mismo ha convocado allí un tremendo rollo sobre su firme defensa de los “valores familiares cristianos”. La ciudadanía tiene perfecto derecho a conocer que ese político es un hipócrita de tomo y lomo: en el pecado -explotar su vida familiar con fines electoralistas- lleva la penitencia. Y lo mismo puede decirse de otro ejemplo canónico: si un político conservador británico va por ahí denostando a los homosexuales como “enfermos” o “perversos”, es justo que un periodista cuente que sostiene una relación gay clandestina.

En España la mayoría de los políticos no hace ese uso abusivo de una real o supuesta vida familiar intachable tan común entre los anglosajones, y esa es una de las razones por las que aquí no florecen escándalos de ese tipo. Sería bueno que siguiéramos en esa línea.

La deshonestidad intelectual

Otra de las excepciones al tabú sobre la vida privada es la ejemplaridad que cabe exigirles a los que cobran de nuestros impuestos. Si un político (o un juez del Tribunal Constitucional) es detenido por conducir borracho, el asunto es relevante. Lo mismo ocurre si es amigo de un mafioso. O si ha falseado su currículo. O si veranea en un lujoso hotel del Caribe mientras predica que todos los demás debemos apretarnos el cinturón. Ya no digamos, si evade impuestos, no paga las multas o emplea su cargo para saquear las arcas públicas o favorecer de uno u otro modo a parientes, amigos y socios.

Ni Felipe de Borbón ni Leticia Ortiz han sido elegidos en unos comicios, ni tampoco la mayoría de los españoles de hoy han sido convocados nunca a un referéndum para decidir sobre la forma de la jefatura del Estado. Según sus defensores, la ejemplaridad sería una de las principales razones por las cuales la monarquía resultaría útil a los españoles. Pero en los últimos años han surgido dudas razonables al respecto. El caso Urdangarín ha revelado que algunos de sus componentes parecen poseídos por esa drogadicción del dinero que ha extendido la corrupción entre nuestras élites políticas, empresariales y financieras. Y el safari de Boswana nos descubrió a un rey Juan Carlos cazando elefantes en compañía de una amiguita cuando la mayoría de sus compatriotas estábamos en plena semana laboral y en plena crisis económica.

Ahora hemos conocido a un Felipe y una Leticia muy encariñados con #CompiYogui, un empresario del que vamos sabiendo que era un golfo. Aun peor, cuando ya comenzaban a publicarse las golferías de López Madrid y tenían la oportunidad de marcar distancias con esa liaison dangereuse, los actuales reyes le expresaban a través de esos mensajes: 1.- desprecio por la Prensa, 2.- indiferencia por el uso de las tarjetas black y 3.- nuevas muestras de afecto. Todo ello resulta relevante para la opinión pública. Ha hecho bien Ignacio Escolar en publicarlo y ha hecho bien la Federación de Asociaciones de la Prensa de España en expresarle su apoyo

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