Torrejón, un modelo mortal Pilar Velasco
En estos tiempos aciagos en los que el negacionismo campa a sus anchas, con ayuda de las alucinaciones y mentiras de una IA degenerativa con la que ya convivimos aunque no la veamos, como el CO2 o los microplásticos, traigo una historia para celebrarnos. Y la aprovecho para mostrar mi admiración y agradecimiento a Robert Redford por su activismo multidisciplinar.
Esta semana se han cumplido 40 años de la adopción de la Convención de Viena, precursora del Protocolo de Montreal. Consistió y consiste en la prohibición del uso de los clorofluorocarbonos (CFC), esas sustancias químicas entonces omnipresentes en un montón de actividades de nuestra vida diaria y que ya no, porque la ciencia demostró que eran causantes del enorme agujero en la capa de ozono que nos protege de una excesiva radiación ultravioleta de procedencia solar. Algo dije, aunque poco, en Nuevas entidades por encima de nuestras posibilidades.
El buen desempeño de ese compromiso multilateral, que pasa por el respeto a su cumplimiento, es motivo de celebración. Ya lo hizo hace algo más de un año en Project Syndicate, adelantado a su tiempo como siempre ha sido, Robert Redford, quien también “evangelizó” cuando casi nadie lo hacía sobre la gran aliada de la lucha contra el cambio climático que es la energía solar.
Que fuéramos capaces de ponernos de acuerdo y ponernos límites para cuidarnos, y que fruto de ese cuidado hayamos conseguido revertir el crecimiento de una herida que sabíamos letal, es un logro que debe ser ejemplo y motivación para otros muchos retos que tenemos por delante. Algunos ya encima.
El último informe de la Organización Meteorológica Mundial sobre el asunto estima que será dentro de otros 40 años, antes incluso de la fecha originalmente estimada para su clausura, cuando hayamos regresado plenamente a la zona de seguridad en ese límite planetario, uno de los nueve en los que debemos mantenernos para que el planeta del que somos huéspedes no pete, y todas nosotras con él. Un total de ochenta años –toda una esperanza de vida– son los necesarios para que se materialicen los resultados previstos de pactos globales como el de Montreal, resultados que muchas de nosotras no veremos, pero sí lo harán nuestras herederas. Sí se puede. Claro que se puede.
Cambiando de límite planetario, pronto se cumplirán diez años de la adopción de otro gran Tratado Internacional, el de París de 2015, que prescribe contener la rapidez del aumento de la temperatura dentro de ese escudo protector que rodea la Tierra, a través de la limitación de las emisiones de uno de los gases efecto invernadero que se nos ha ido de las manos, el CO2. Un aumento de temperatura que la ciencia también ha demostrado que descontrola el clima y produce efectos catastróficos a través de unos fenómenos climatológicos desbocados, cada vez más frecuentes, más intensos y probables, que sí vemos porque ya los sufrimos.
El pacto ochentero de Viena/Montreal me anima a ser optimista con el adoptado en París, a pesar de la ola reaccionaria que se nos ha instalado a codazos y patadas
El pacto ochentero de Viena/Montreal me anima a ser optimista con el adoptado en París, a pesar de la ola reaccionaria que se nos ha instalado a codazos y patadas y que aparece desvergonzada y amenazante en casi cualquier conversación fuera de nuestros círculos de confianza. E incluso dentro en ellos.
Y me alienta a insistir en la urgencia de alcanzar otro pacto global para poner coto al descontrol en el que se ha convertido la producción, uso y desecho de los plásticos, especialmente los de un solo uso. Insistencia a la que os invito a sumaros desde vuestros ámbitos de influencia y/o responsabilidad, tras el fracaso hace un mes en Ginebra de las negociaciones en las que llevaban embarcados casi 200 países durante casi tres años para poner fin a la crisis de contaminación por plásticos.
Un fracaso para los países ambiciosos –como el nuestro– y un triunfo –que apuesto es solo temporal– de un puñado de países retardistas, capturados por los lobbies de las industrias fósiles cuyo modelo de negocio tradicional se sustenta en que sustancias químicas tóxicas sigan campando a sus anchas en múltiples formas y estados, contaminando nuestros océanos y todo lo que en ellos habita, colonizando nuestros cuerpos, adhiriéndose a nuestros tejidos y fluidos corporales. En términos de límites planetarios (con este, ya he mencionado en esta tribuna tres de los nueve), los plásticos encajan en el concepto de “nuevas entidades”, que son nuevas porque no forman parte de la naturaleza; son sustancias artificiales derivadas de ese petróleo que nos está matando silenciosamente de múltiples formas.
Así como a los actos y decisiones atroces, como el genocidio que perpetra Israel en Palestina, hay que llamarlos por su nombre, sin eufemismos ni medias tintas, a aquellas decisiones y acciones loables de las que enorgullecernos, como la que representaron y representan la Convención de Viena y el Protocolo de Montreal, hay que celebrarlas y visibilizarlas. Que luego todo se nos olvida y vendrá la IA a vendernos sus delirios, que son el promedio sesgado de los nuestros y de los ajenos.
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