Torrejón, un modelo mortal Pilar Velasco
Podría parecer lo contrario si se atiende a las declaraciones de las decenas de ministros de exteriores y altos representantes que han participado en la conferencia impulsada por Francia y Arabia Saudí en el marco de la Asamblea General de la ONU. Acordada en septiembre pasado para avanzar en la vieja fórmula de los dos Estados dentro del territorio de la Palestina histórica, tal como ya recogía en 1947 el Plan de Partición, tuvo que ser retrasada en junio debido a los ataques israelíes contra Irán, y finalmente se ha celebrado los pasados días 28 y 29 de julio. El encuentro, boicoteado por Washington y Tel Aviv por considerarlo “un regalo a Hamás”, llega demasiado tarde y sería ilusorio suponer que va a servir para desviar al gobierno liderado por Benjamin Netanyahu de un rumbo que tiene un objetivo prioritario: dominar todo el territorio que hay entre el río Jordán y el mar Mediterráneo, reservándolo exclusivamente para los judíos.
Han pasado ya 78 años desde el citado Plan de Partición, 58 desde que Israel inició la ilegal ocupación de Gaza y Cisjordania (además de los Altos del Golán sirios) y 32 desde los Acuerdos de Oslo. Y en todo ese tiempo- es decir, desde mucho antes de que Hamás comenzara a actuar en el Territorio Ocupado Palestino (diciembre de 1987) y de que llevara a cabo los condenables ataques del 7 de octubre de 2023- nada de lo que ha ocurrido sobre el terreno ha permitido a los palestinos acercarse a ese objetivo.
Por un lado, los sucesivos gobiernos israelíes se han afanado por hacer inviable dicho Estado, no solo incumpliendo sus obligaciones como potencia ocupante, sino también abortando por la fuerza cualquier iniciativa palestina o internacional, lo que incluye la construcción de asentamientos (todos ellos ilegales) y el desplazamiento forzoso de la población palestina como resultado de las seis guerras registradas hasta hoy y de las frecuentes operaciones de castigo, tanto en Gaza como en Cisjordania. Por otro, tanto la ONU como los principales gobiernos occidentales han demostrado sobradamente su falta de voluntad para actuar en línea con ese desiderátum. Siguiendo un guion al que todos se han ajustado, con mínimos matices diferenciales, llevan décadas limitándose a expresar su pesar por los efectos de la violencia que caracteriza a la zona y, como si con eso quisieran tapar sus vergüenzas, suelen terminar reiterando su apuesta por la creación de dos Estados, como si no supiesen que Israel se ha encargado de imposibilitar que algo así pueda ocurrir.
Un simple repaso a los datos lo corrobora. En 1947 la ONU aprobó el mencionado Plan, argumentando que el reparto territorial se haría sobre una base demográfica. Sin embargo, a pesar de que los palestinos suponían entonces el 70% de la población de ese territorio y en sus manos estaba el 92% de los títulos de propiedad de la tierra, tan solo se les asignó el 44% del territorio. Como resultado de las citadas guerras Israel ha logrado anexionarse (y, por lo tanto, integrar plenamente bajo su soberanía) el grueso de lo que tendría que haber formado parte del Estado palestino y ocupar el resto hasta hoy. Para colmo, la firma de los Acuerdos de Oslo dejó meridianamente claro que, en el mejor de los casos, los palestinos ya solo podrían proclamar su Estado en no más del 25% de la Palestina originaria. Un exiguo territorio trufado de asentamientos y vías de comunicación reservadas solo para los israelíes, sin contigüidad territorial no solo entre Gaza y Cisjordania, sino también dentro de esta última, con el añadido de que Donald Trump, en contra de lo recogido en el referido Plan, ya había decidido trasladar la embajada estadounidense a Jerusalén en 2018.
Por voluntad de Tel Aviv y ante la generalizada pasividad de la comunidad internacional (cuando no explícita complicidad) los palestinos han sido despojados del territorio que pudiera servir de base para cumplir su sueño estatal, han visto destruidos sus recursos naturales y han sido abandonados por unos y por otros
Todo eso significa que los palestinos carecen de la más mínima posibilidad de contar con un Estado viable. Por expresa voluntad de Tel Aviv y ante la generalizada pasividad de la comunidad internacional (cuando no explícita complicidad) los palestinos han sido despojados del territorio que pudiera servir de base para cumplir su sueño estatal, han visto destruidos sus recursos naturales (agua y cultivos incluidos) y han sido abandonados por unos y por otros. No hay exageración alguna al calificar a Gaza como la mayor prisión al aire libre del planeta y a Cisjordania como un queso de gruyere, en la que Israel decide todos los aspectos de su vida social, política y económica. Suponer que precisamente el gobierno más extremista de la historia de Israel es el que va a revertir todo el camino recorrido hasta aquí es, directamente, haber perdido el sentido de la realidad. Del mismo modo, si se asume que para que la idea de un Estado palestino pueda materializarse algún día es imprescindible que termine la ocupación de Gaza y Cisjordania volviendo a las fronteras de 1967, resulta obvio que tal cosa no va a suceder bajo ninguna circunstancia.
En definitiva, la conferencia impulsada por París y Riad se ha desarrollado en una realidad paralela, tratando de diseñar una hoja de ruta que se empeña en rechazar los hechos sobre el terreno. Unos hechos que hacen materialmente imposible que, a pesar de que hay más de 140 países que ya reconocen la existencia de Palestina como Estado, el gobierno israelí abandone su estrategia de fuerza, convencido de que, más allá de las palabras, nadie está dispuesto a jugársela por los palestinos. Y, por supuesto, que Francia y Reino Unido terminen por sumarse también a ese grupo no va más allá de un simbolismo improductivo.
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Jesús A. Núñez Villaverde es codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH).
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