Vigilar a los medios
Consejos de Medios: qué son y cómo funcionan los supervisores periodísticos que España no quiere
El rol de los medios tradicionales se ha visto diluido ante el auge de los pseudomedios, algunos de ellos correas de transmisión de determinados intereses políticos, que imitan la apariencia de los medios pero ignoran los principios básicos del rigor periodístico. La urgente necesidad de identificar mecanismos de autorregulación eficaces y preservar la calidad e independencia informativa es cada vez más acuciante, especialmente ante la expansión de la inteligencia artificial y su capacidad para manipular la opinión pública.
Esta situación ha incrementado la importancia otorgada hasta ahora a los Consejos de Medios en la mayor parte de Europa. Los Consejos de Medios, también conocidos como Consejos de Prensa, son organismos independientes creados para promover los principios éticos y deontológicos del periodismo y garantizar la calidad de la información que reciben los ciudadanos. Suelen estar compuestos por periodistas, editores y, en algunos casos, representantes del público.
Su función es actuar como mecanismos de autorregulación del sector mediático. Por eso, entre sus funciones están recibir y tramitar quejas o reclamaciones sobre posibles vulneraciones del código ético periodístico por parte de los medios; emitir resoluciones, recomendaciones y dictámenes sobre la calidad y veracidad de los contenidos publicados; fomentar el debate sobre buenas prácticas profesionales y adaptarse a los nuevos retos de la comunicación digital; defender la libertad de información en su doble vertiente, la que garantiza a los periodistas poder informar y el derecho de la ciudadanía a recibir información veraz y plural; y servir como punto de referencia en la definición de los límites éticos del periodismo —especialmente frente a fenómenos como la desinformación, los pseudomedios y los discursos de odio—.
En España, sin embargo, las demandas históricas de las organizaciones de periodistas para convencer a los Gobiernos de turno —tanto del PP como del PSOE— de la necesidad de contar con un organismo equivalente siempre han encontrado la oposición de los grandes partidos, de los medios más influyentes —que desconfían de cualquier régimen de supervisión— y de una parte de la profesión, que mantiene la creencia de que la mejor regulación de la prensa es la que no existe.
La excepción siempre ha sido Cataluña. Impulsado por el Col·legi de Periodistes, y con el respaldo de la mayoría de los medios y de las fuerzas políticas, desde 1997 existe un Consell de la Informació de Catalunya, que sus creadores, con apoyo sindical y profesional, quieren ahora que goce de refrendo institucional mediante una ley autonómica. Desde entonces funciona como consejo de autorregulación.
Mirar para otro lado
En el resto de España, en cambio, los diferentes Gobiernos han preferido mirar para otro lado para no incomodar a los grandes medios que tradicionalmente han controlado el mercado de la información en televisión, prensa y radio. Y cuando no han tenido más remedio que nombrar un supervisor, obligados por la Unión Europea, como es el caso de lo previsto en el Reglamento Europeo de Libertad de Medios (EMFA, por sus siglas en inglés), han decidido dejar el asunto en manos de la Comisión Nacional del Mercado y de la Competencia (CNMC), un organismo todoterreno que lo mismo se pronuncia sobre el mercado eléctrico que sobre el servicio de correos o la competencia ferroviaria, por citar solo tres de la extensa lista de áreas sobre las que tiene competencia.
En cambio, el consenso en Europa es muy elevado, especialmente ante la transformación digital, el auge de la desinformación y la aparición de nuevos actores (como influencers y creadores de contenido). Existen diferencias nacionales muy acusadas, pero, en general, los consejos se consideran esenciales para la defensa de la ética periodística y la confianza pública.
La independencia de los Consejos de Medios frente al poder político constituye un elemento central en su credibilidad y eficacia como mecanismos de autorregulación. Según un estudio reciente publicado por Raad voor de Journalistiek (Consejo Neerlandés para el Periodismo), aunque la existencia de una base legal o un reconocimiento institucional puede considerarse positiva, el funcionamiento autónomo exige garantizar la ausencia de interferencias gubernamentales sustantivas. En este contexto, la financiación y el grado de dependencia normativa aparecen como indicadores clave para medir la capacidad real de estos organismos para operar sin presiones políticas.
Los consejos más independientes suelen caracterizarse por la ausencia de financiación estatal directa y por modelos organizativos no sustentados en estructuras legales rígidas. La combinación de voluntariedad, tradición y autofinanciación reduce su exposición a los ciclos políticos y limita la posibilidad de presión a través de presupuestos o reformas legislativas. Entre los casos más representativos figuran el Raad voor de Journalistiek de Países Bajos, el Press Council of Ireland —cuya propia constitución restringe cualquier financiación externa ajena a sus miembros—, el consejo eslovaco Tlačovo-digitálna rada Slovenskej republiky, el Pressinõukogu estonio y el modelo sueco articulado en torno al Medieombudsman y el Mediernas Etiknämnd.
En un nivel intermedio se sitúan los consejos con independencia moderada, cuya vulnerabilidad deriva bien de una financiación estatal parcial, bien de una estructura definida por ley. Esta situación los hace más sensibles a la turbulencia política o a posibles modificaciones legislativas. Es el caso del Deutscher Presserat alemán, que recibe una subvención gubernamental específica para el Comité de Quejas; del Julkisen Sanan Neuvosto finlandés, parcialmente financiado por el Ministerio de Justicia; y del Österreichischer Presserat austríaco, que también cuenta con apoyo estatal.
Bélgica presenta un modelo mixto en el que los consejos RVDJ y CDJ obtienen financiación gubernamental indirecta a través de asociaciones profesionales. En Dinamarca, el Pressenævnet no recibe fondos estatales, pero sí opera bajo una estructura fijada por la ley de responsabilidad de los medios. En España, el Consell de la Informació de Catalunya accede a financiación pública para proyectos concretos, tras una etapa en la que el apoyo al consejo era un requisito para optar a fondos públicos.
El grupo de organismos más expuestos a interferencias políticas lo encabeza Luxemburgo, cuyo Conseil de Presse depende íntegramente de la financiación estatal. Su papel adquiere un peso adicional porque la emisión de carnés de prensa —su principal función— determina el cálculo de las subvenciones públicas a los editores, vinculadas al número de periodistas acreditados.
Abanico de sanciones
El debate sobre la eficacia de los consejos de medios suele girar en torno a su limitada capacidad para imponer sanciones. Con frecuencia se les reprocha ser “tigres sin dientes”, ya que la mayoría carece de mecanismos coercitivos y basa su actuación en la fuerza moral de sus resoluciones. La sanción más habitual consiste en exigir al medio implicado la publicación de la decisión, un gesto que no conlleva consecuencias legales o financieras pero que sí tiene un peso reputacional dentro del sector.
Algunos consejos, sin embargo, disponen de instrumentos con efectos reales y vinculantes. Estos mecanismos pueden implicar sanciones económicas, responsabilidades legales o incluso la exclusión de organizaciones profesionales. En Suecia, los medios que incumplen deben pagar una multa administrativa que contribuye a financiar al propio consejo, y la reincidencia puede derivar en la expulsión de la organización que gestiona la ética mediática.
El modelo danés es aún más estricto: desobedecer una orden de publicación puede acarrear una multa o incluso penas de prisión de hasta cuatro meses. Lituania introduce un componente financiero significativo, ya que los medios infractores pueden ver restringida su capacidad para optar a fondos o contratos públicos y perder durante un año la tarifa preferencial del IVA. En Bulgaria, el consejo puede remitir los casos al regulador estatal, que está facultado para imponer multas que oscilan entre 2.000 y 5.000 levas búlgaras (BGN).
La mayoría de los consejos, no obstante, se apoyan en sanciones de carácter fundamentalmente moral. En estos modelos se privilegia la publicación obligatoria de la resolución como instrumento de autorregulación. En Irlanda, los miembros están obligados a difundir las decisiones siguiendo pautas específicas de colocación y formato. Alemania recurre a la figura de la “reprimenda”, cuya publicación los editores se comprometen a garantizar. Finlandia opera de manera similar, con la obligación de publicitar sin demora cualquier reprimenda por malas prácticas periodísticas. Países Bajos mantiene un enfoque más flexible: no existe una obligación vinculante, pero se espera que las redacciones atiendan las solicitudes del consejo. En Bélgica, en el ámbito de Wallonia-Brussels, el medio debe colocar durante 48 horas en un lugar destacado el resumen de la decisión y mantener una referencia permanente en el artículo cuestionado.
Aunque estas sanciones se perciban como débiles, su impacto suele ser mayor de lo que se reconoce. La presentación de una queja provoca debates intensos dentro de las redacciones, y la falta de publicación de las resoluciones erosiona el funcionamiento del sistema de autorregulación, cuyo prestigio descansa precisamente en la responsabilidad asumida por los propios medios.
De juristas a miembros de la sociedad civil
Los cuerpos ejecutivos y de quejas son responsables de gestionar denuncias y emitir resoluciones, y su composición busca combinar experiencia periodística con sensibilidad hacia el interés público. El liderazgo —en manos de presidentes u ombudsman— es decisivo para la autoridad del consejo. Se exige que sus miembros sean figuras reconocibles, con independencia y solvencia profesional. En numerosos sistemas, la presidencia de los comités de quejas recae en juristas, a menudo con trayectoria judicial, lo que se interpreta como una contribución determinante a la credibilidad del organismo.
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Suecia, por ejemplo, nombra a su Ombudsman de Medios mediante un comité especial en el que participan el Defensor del Pueblo Parlamentario, el presidente de la Asociación Sueca de Abogados y el presidente del Club Nacional de Prensa. En Luxemburgo estos comités están encabezados por un exjuez, mientras que en Irlanda el modelo de autorregulación se anticipó a la intención gubernamental de crear un ombudsman estatutario.
La presencia de periodistas en estos órganos se considera natural y necesaria. Los representantes del sector deben incluir a profesionales en activo y reflejar la diversidad del ecosistema mediático, evitando que solo participen actores tradicionales. La selección aspira a combinar conocimiento y experiencia, y algunos países establecen mecanismos formales: en los Países Bajos, por ejemplo, los periodistas son propuestos por la Asociación de Periodistas y por la Asociación de Editores en Jefe, según recogen los estatutos del consejo.
La incorporación de miembros públicos o externos es ampliamente respaldada porque contribuye a que el organismo no sea percibido como una instancia corporativa. La presencia de académicos, especialistas en derecho de los medios o representantes de organizaciones de derechos humanos refuerza la legitimación social de las decisiones. Otros sistemas abogan por reflejar a la sociedad civil en su conjunto. Sin embargo, no todos los países siguen este modelo. Alemania no incluye miembros del público, y en Austria y Luxemburgo su participación es muy limitada: solo los presidentes de los comités de quejas proceden de fuera del sector periodístico. Entre los argumentos para esta restricción figuran la posible falta de conocimiento en ética periodística o la preocupación por conflictos de intereses en países pequeños.