Luces (negras) y muchas sombras. Creatividad, racismo y violencia en Birmingham

Homenaje popular a Ozzy Osbourne en Navigation Stree, Birmingham, tras el fallecimiento del líder de Black Sabbath este verano

Duncan Wheeler

Cualquier lector con algún conocimiento acerca del civil rights movement reconocerá en seguida el nombre de la ciudad americana de Birmingham (Alabama), escenario de algunos de los choques más sangrientos entre aquellos que luchaban por los derechos de la población negra y la policía. Estos enfrentamientos ayudaron a transformar la opinión pública estadounidense, dando lugar a la Ley de Derechos Civiles de 1964 que finalmente acabaría con la segregación racial. 

Menos sabrá el lector seguramente sobre las historias de violencia y tensión racial de la Birmingham original, la inglesa, más conocida por su equipo de fútbol Aston Villa, la serie de televisión Peaky Blinders y la música heavy (¡que el cielo te acoja, infernal Ozzy!). Y eso a pesar de que más de la mitad de la población (con sus más de dos millones y medio de habitantes, Birmingham es la segunda ciudad del Reino Unido) no es blanca.

A partir de los años cincuenta, en un periodo de bonanza económica, sucesivos gobiernos británicos (tanto laboristas como conservadores) fomentaron la llegada de antiguos súbditos del imperio británico al país. La consolidación del Servicio de Sanidad Pública (NHS), orgullo nacional y uno de los grandes triunfos de la conformación del Estado de bienestar, habría sido imposible sin la aportación de las enfermeras afrocaribeñas. En Birmingham, además, a partir de finales de los años cincuenta la mano de obra inmigrante fue indispensable para el funcionamiento de las fábricas. Las muestras de gratitud de la población local, claro está, no se hicieron esperar: carteles prohibiendo su entrada en cafeterías o discotecas, y discriminación a la hora de acceder a la vivienda. 

Aunque las cosas han cambiado, se celebran en 2025 varios aniversarios de eventos clave que nos ofrecen la posibilidad de profundizar en las dinámicas raciales (y racistas) de la ciudad y de la nación. Se cumplen sesenta años de la visita a la ciudad de Malcolm X, solo unos días antes de su asesinato. En 1965, y en plena campaña electoral, el activista americano estuvo en Smethwick, en la periferia de Birmingham, para apoyar a la población negra y asiática local, cuya situación describió a los reporteros como análoga a la de los judíos en la Alemania nazi o a los negros de Alabama. Baste solo recordar el eslogan acuñado por el candidato conservador Peter Griffiths —“Si quieres a un negrata de vecino, el Laborista es tu partido”— para ver el problema. Hay que decir que el eslogan le costó caro a Griffiths, los propios conservadores lo encontraron excesivo y acabó siendo expulsado del partido.

Una década más tarde, en 1975, se formaba en Handsworth, el mítico grupo de reggae Steel Pulse. Inspirados por la música de Bob Marley y el movimiento rastafari, este conjunto de amigos del instituto no dudó en sacar toda su artillería pesada para denunciar el racismo de la policía y del país, como cuando tocaron su canción Ku Klux Klan vestidos con la indumentaria de los miembros de la asociación de supremacistas blancos. Durante un concierto en 1976 en el centro de Birmingham, un borracho Eric Clapton exhortó a todos los inmigrantes a volver a su puto país (y eso que su primer éxito como solista había sido una versión de I Shot the Sheriff de Bob Marley). El desprecio tuvo su respuesta positiva, la agresión de Eric Clapton dio el puntapié inicial al movimiento nacional Rock Against Racism (Rock contra el racismo), que culminó con una manifestación y concierto masivos en Londres, donde bandas de punk y reggae como The Clash y Steel Pulse compartieron escenario. El primer disco de Steel Pulse, Handsworth Revolution (1978), auguraba ya las revueltas que tuvieron lugar en este barrio del norte de Birmingham del 9 al 11 de septiembre de 1985. 

Un niño blanco de clase media

De una manera aún más pronunciada que en Madrid, aunque invertida, la distribución de las clases sociales en Birmingham sigue una divisoria norte-sur. A pesar de que mi familia es de clase media, yo me crié en el norte, nací y estudié en Aston, y luego, cuando mis padres se separaron, viví también en Handsworth. La razón: la tacañería de mi abuelo. Mis padres se casaron jóvenes y, aunque mi padre sabía qué zonas de la ciudad se iban a revalorizar (trabajaba para el ayuntamiento) mi abuelo no les prestó dinero para comprar una casa de ocho mil libras (que ahora vale más de un millón) en el sur, y no tuvieron más remedio que buscar algo más económico en el norte. Por las fechas de las revueltas de Handsworth de 1985, yo empezaba, no muy lejos de allí, en Aston, mis estudios en el Prince Albert, escuela cuyo alumno más destacado fue Ozzy Osbourme, aunque pronto se agregarían nombres —tuve la suerte de compartir pasillos (era de una promoción anterior a la mía)– con el cocinero bengalí Aktar Islam, hoy en día figura mediática con dos estrellas Michelin en su haber. 

En el colegio no tardé en darme cuenta de mi condición privilegiada de niño blanco de clase media. Los profesores (en su gran mayoría blancos) usaban cualquier pretexto para descargar su frustración vital en mis compañeros pakistaníes, bengalíes y afrocaribeños; sabían que sus padres no estaban informados sobre lo que era o no legalmente aceptable y no iban a quejarse. Único chico blanco de mi clase, a mí no me agredieron verbalmente ni me tocaron; aunque es verdad que ser blanco no bastaba para librarse del maltrato. Recuerdo la anécdota de un profesor, el señor Faulkner, que no tuvo mejor idea que hacerle el saludo nazi a un niño que había perdido a su abuelo en un campo de concentración (la madre, en este caso, sí lo denunció). En mi tercer año surgió la posibilidad de recibir clases de música gratis y me lo ofrecieron a mí. Mi madre, que no se calla las injusticias, y menos para favorecerme, no tardó en quejarse de que muchos otros alumnos tenían mayor predisposición y talento para la música que su hijo blanco. Tenía razón, y también la tenía cuando a los 15 años, en el período en que yo empezaba a ir a las raves, me dio lecciones sobre los peligros de consumir pastillas, no tanto por mi salud personal, sino para el barrio: consumir significaba alimentar el mercado de las drogas y, con él, la violencia. Varios de mis compañeros de clase, en efecto, acabaron por formar parte o ser víctimas de las dos pandillas callejeras (la ‘Burger Boys’ de Handsworth y la ‘Johnson Crew’ de Aston) que se disputaban el negocio. En las navidades de 2003, en un caso que conmocionó al país, dos jóvenes, Letisha Shakespeare y Charlene Ellis perdieron la vida una noche que salían de fiesta y acabaron en medio de un tiroteo nocturno, cerca de la mezquita Saddam Hussein de Aston. Quince años antes, en 1988, me habían invitado a la inauguración del edificio —patrocinado por el entonces presidente de Irak— porque, como en un anuncio de Benetton, querían tener a un niño blanco en la foto. Donde sí se puede ver, y de una manera menos orquestada, una insólita mezcla de razas es en las fotos de la visita de Mohammed Ali para inaugurar un centro cultural nombrado en honor al peso pesado en Handsworth en 1983. 

Paul Gilroy —durante muchos años el investigador negro más citado en Humanidades (había hecho su tesis doctoral en Birmingham con Stuart Hall, el padre de los Estudios Culturales)— definió a Handsworth como la vanguardia de Reino Unido negro. Con una población de poco más de 10.000 ciudadanos (el 60 por ciento negros), apostaría a que entre los años 1975 y 1990 hubo más violencia, pero también más creatividad artística en Handsworth que en Malasaña. Expulsado de los bares, cafeterías y discotecas del centro de la ciudad —la serie de la BBC Gangsters (predecesora en cierto sentido de los años setenta de Peaky Blinders) muestra el racismo de la vida nocturna del centro— el talento musical negro se concentró en los guetos del norte. Son los años en que nacía el mítico grupo multiétnico The Beat cuyas canciones han sido versionadas después por músicos de la talla de Pearl Jam o Pete Townsend (guitarrista de The Who). The Beat no solo era multiétnico, sino que también aunaba distintas generaciones. Saxa, el saxofonista, había nacido en Jamaica en 1930 y había colaborado con míticos músicos del ska como Desmond Decker o Prince Buster. El Compton Arms, el bar de Handsworth donde Steel Pulse habían actuado en público por primera vez, era su cuartel general, y allí conoció a sus jóvenes compañeros de banda, el cantante blanco Dave Walkeling y Ranking Roger, uno de los primeros punkis caribeños. Maestro del toasting (rasgo típico de la música jamaiquina que consiste en hablar en argot callejero de modo poético sobre un ritmo o beat del DJ), Roger sabía cómo conseguir que cada concierto de The Beat se transformara en una auténtica fiesta. The Beat no eran los únicos grandes del ska interracial británico, imposible olvidar a The Specials, grupo proveniente de Coventry, una ciudad industrial a 30 kilómetros de Birmingham. 

Por esos años, Musical Youth alcanzó el primer puesto de ventas en varios países con el temazo Pass the Dutchie, versión modernizada de una antigua canción reggae sobre la costumbre de fumar un porro entre varios amigos. Fue el primer videoclip protagonizado por un artista negro que se vio en MTV (los de Michael Jackson llegarían después a la cadena), y la sonrisa adolescente del cantante Junior es una de esas imágenes que permanecen. En 1987 Steel Pulse llegó a ser el primer grupo británico de la historia en ganar el premio Grammy en la gala de Los Ángeles por el mejor disco reggae, hasta entonces bastión musical jamaicano. Su nombre aparecería de nuevo en la película Do the Right Thing (Spike Lee, 1989), en la lista del personaje principal del DJ de Brooklyn (el único otro artista británico mencionado es Sade, una cantante de ascendencia nigeriana). Steel Pulse sería invitado en 1993 por Bill Clinton, muy fan del grupo, para el acto de inauguración de su primer mandato presidencial.  

El año pasado, los productores de Peaky Blinders intentaron replicar el éxito de la serie con una nueva creación que buscara captar este momento de discriminación y explosión musical de inicios de los ochenta, This Town. La banda protagonista en la ficción tiene sus antecedentes históricos en grupos como The Beat y The Specials, pero otras licencias poéticas de esta, en ocasiones excesivamente lacrimógena miniserie, son bastante menos acertadas. Por ejemplo, haber mezclado los disturbios raciales británicos de 1981 con los de 1985. Los disturbios de 1981 tienen su origen en el progresivo hartazgo con el gobierno de Margaret Thatcher que había ganado las elecciones de 1979 con la promesa incumplida de acabar con las desorbitantes cifras de paro e inseguridad callejera (a dos años de mandato las cosas no habían hecho más que empeorar). Una de las canciones del verano de 1980 fue Stand Down Margaret (Dimite Margaret) de The Beat. La visión apocalíptica que ofrece Ghost Town, el mayor éxito de The Specials, es buen reflejo de cómo se sentía la vida de las antiguas zonas industriales británicas por entonces, aunque en Birmingham la respuesta fue mucho más leve que en Brixton, en Londres, o Toxteth en Liverpool. En marzo de 1981, el mes que nací yo, los índices de aprobación de la primera ministra eran apenas del 16% (solo lograría revertir las encuestas de aceptación un año después con la guerra de las Malvinas). 

Si los incidentes de 1981 en Birmingham habían sido leves comparados con los de otros lugares, no se puede decir lo mismo de las revueltas de 1985, especialmente brutales en Handsworth. Pero para entonces, la escena musical del norte brummie [como se conoce popularmente a los nativos de Birmingham]estaba ya en franco declive: Musical Youth se había disuelto, una disolución atribuida a la supuesta traición de algunos de sus integrantes, que se habían comprado casa en el sur rico de la ciudad (aunque el dinero no siempre les aseguró una mejor vida, Junior, que padecía de esquizofrenia, murió en 2022 con 55 años en una clínica del barrio pijo de Edgbaston, que luego fue muy criticada por no haber cuidado adecuadamente del cantante). También se habían separado The Specials y The Beat, Ranking Roger se había ido a tontear con una joven Madonna en las discotecas más cool de Manhattan mientras Steel Pulse pasaba cada vez más tiempo en los EE UU. 

El detonante de los disturbios de 1985 fue la violenta detención de un negro. Mi padre se enteró de la noticia temprano. Sus compañeros del ayuntamiento se habían ido a tomar una de las tantas cañas de su jornada laboral (hay que reconocer que algunos de los recortes de Thatcher estaban justificados, no se hacía mucho en la oficina, más que fichar por la mañana y la tarde) y habían presenciado el incidente. Dice mucho de la brutalidad usada por la policía el hecho de que impactó incluso a los compañeros de mi padre, quienes no hacían remilgos a la hora de beber en bares que prohibían la entrada de negros. La rabia de la comunidad afrocaribeña no se hizo esperar y la violencia se expandió como un reguero de pólvora afectando incluso a gente que no tenía nada que ver con lo sucedido. Negocios locales se sacudieron al ritmo de los molotov, y no todo era la política con mayúsculas: también había muchos ajustes de cuentas personales. Las históricas rencillas entre las comunidades afrocaribeños y asiáticas se manifestaron en la destrucción de empresas locales (los daños materiales se estimaron en unos trece millones de libras) regentadas por familias de la India, Bangladesh o Pakistán. De hecho, nuestra idiosincrática tradición familiar de comer fondue de queso por Navidades empezó en 1985 por el saqueo y destrucción del restaurante hindú al que siempre habíamos pedido comida a domicilio los 25 de diciembre. En uno de los momentos más hirientes del juicio posterior salieron a la luz las desesperadas llamadas de dos hermanos que murieron en el incendio de la oficina de correos que regentaban mientras esperaban el auxilio de la policía. La prioridad de las fuerzas era otra: montar un cordón policial alrededor de la almendra central de la ciudad para evitar que los disturbios afectaran a los barrios más pudientes. Una política adoptada off the record era no intervenir en la zona norte; dejar que esos “bestias salvajes” que vivían al otro lado del cordón se mataran tranquilamente entre ellos. 

Ese día, mi colegio en Aston cerró sus puertas ante la posibilidad de que los disturbios se expandieran. Mis padres, que para entonces se habían separado, no tenían manera de recogerme: la nueva casa de mi padre había quedado a unos metros del cordón y no le dejaban pasar y mi madre, que enseñaba en un centro comunitario cerca de su casa, estaba encerrada allí con otros niños bajo su custodia. Sue, una vecina y también colega de mi madre, vino a mi rescate. Los disturbios finalmente nunca llegaron a Aston, pero, si hubieran llegado, la casa de Sue no era mal refugio. Vivía, como mi madre, en la calle Bevington, y ella y su marido Bob, curtidos en mil batallas, eran muy respetados en la comunidad. A la familia de ella, blanca, no le había hecho ninguna gracia que Sue se quedase embarazada de Bob, un hombre de origen caribeño con rastas. Sue era menor de edad y los padres le denegaron el permiso de casamiento. Los asistentes sociales terminaron llevándose al bebé a un orfanato y la pareja tardó varios años en recuperarlo. 

En la casa de Sue y Bob nunca sabías con quién te ibas a encontrar, eran generosos y comprometidos, y dieron asilo a muchas personas en aquellos revueltos años. Entre ellos, al poeta Benjamin Zephaniah (uno de los cincuenta mejores escritores británicos de las últimas décadas, según la lista realizada por el periódico The Times en 2008). Como yo, Zephaniah vivió entre Aston y Handsworth después de la separación de sus padres. Era disléxico, había sido expulsado de su instituto y pasó tiempo en reformatorios. Su primer recital de poesía lo dio en una iglesia pentecostal situada en otra casa de la calle Bevington. Sue le solía acoger en su casa después de las frecuentes palizas que recibía de su padre y otros hombres de su entorno familiar. En los años anteriores a su muerte en 2023 (tenía solo sesenta y cinco años), el poeta se había convertido en un auténtico patrimonio nacional (aparece como colaborador especial en varios capítulos de Peaky Blinders) y tuvo la valentía de confesar en público cuánto se arrepentía de haber maltratado a sus antiguas novias; un comportamiento que, según sus declaraciones, había normalizado en su infancia (nadie le había dicho ni hecho pensar nunca que era inaceptable). De lo que no sentía culpa ninguna era de sus problemas escolares: No problem, un poema que habla del racismo del sistema educativo británico de aquellos años, forma parte hoy del currículum escolar nacional.

Handsworth como epicentro

Los incidentes de 1985 fueron dolorosos y traumáticos para la población del norte de Birmingham, pero marcaron un antes y después en la historia de los desencuentros raciales. En algunos de los documentos recién desclasificados del gobierno de Thatcher, es posible observar una mezcla de comentarios vergonzosos y reflexiones más juiciosas. En ellos, Hartley Booth, asesor especial de la ‘Dama de hierro’, tilda los informes de la diputada laborista local Clare Short como las “tonterías de una loca” (más que loca, Short fue siempre consecuente con sus ideas, y tampoco tuvo reparos en renunciar al puesto de ministra del gabinete de Tony Blair porque estaba en contra de la intervención británica en la guerra de Irak). Las palabras de Booth ofrecen un buen resumen de los extremos a los que puede llegar la ceguera y necedad de algunos en materia de sociología: “lo que nadie se atreve a decir en estas semanas, y es una verdad indiscutible, es que combinar rastafaris y drogas es el cóctel perfecto para que sigan subiendo las tasas de desempleo” (en el imaginario reaccionario británico de aquel entonces los rastafaris ocupaban un lugar análogo a los quinquis en el ámbito español). Otros documentos internos, sin embargo, muestran ya una preocupación más profunda por las trabas que encontraban las llamadas minorías étnicas —un término problemático en el contexto de un barrio como Handsworth donde, como ya dijimos, la mayoría de la población era, y es, negra o asiática— para insertarse en el mercado laboral y, a la vez, transformar la cultura y prejuicios de las instituciones del Estado británico.

Mi tío Graham, una persona con limitadas dotes de organización, poca calle y menos empatía no tuvo problemas a la hora de obtener a finales de los 70 un puesto de trabajador social. Al marido de Sue, Bob, por el contrario, en esos años ni siquiera lo llamaron a la entrevista. Tras los incidentes de 1985, sin embargo, lo dejaron por fin entrar (fue su primer trabajo profesional) y me alegra decir que se jubiló en el siglo XXI con un puesto bastante más alto que el de mi tío. Cuando en 1986 se estrenó el documental sobre los disturbios Handsworth Songs (su director, John Akomfrah, acaba de representar a Reino Unido en el Bienal de Venecia de 2024), el norte de Birmingham se puso de moda en la prensa. Sin ánimos de entrar en el intenso debate que en su día mantuvieron Stuart Hall y el novelista Salman Rushdie sobre los méritos o errores del documental, yo tengo que reconocer que me identifico más y conecto mejor con las fotografías del proyecto Handsworth: Self-Portrait, una iniciativa comunitaria lanzada en los medios de comunicación a partir de 1979 para combatir la imagen negativa del barrio. Ting A Ling, fotografía que retrata a un carismático adolescente negro, es de esas imágenes que se te quedan en la retina y no es casual que la Tate Britain la escogiera como portada oficial de una reciente exposición retrospectiva: The 80s: Photographing Britain (2024).

Fue una grata sorpresa cuando el año pasado me encontré por casualidad en Miami con una obra que le han encargado a Hurvin Anderson: un mural que muestra el aeropuerto de Kingston en Jamaica y los emigrantes de la generación de sus padres. Anderson, nacido en Handsworth en 1965, es un pintor con el que comparto referentes de la infancia. Por ejemplo, aquel cuadro sin título de 2022 que retrata, bajo la clara influencia de J.M.W. Turner, el lugar dentro del parque de Handsworth donde mi padre me solía llevar para montar en bicicleta. Este tranquilo y bucólico trozo de la ciudad está, paradójicamente, a escasos metros de la ahora desparecida comisaría local, Thornhill Road, una de las pocas del país que todavía ondeaba la bandera británica (como reza el título de uno de los libros de Gilroy, “la bandera de Reino Unido no tiene tintes negros”). La temible comisaria era, si se me permite el símil, un nido de ‘Billies el Niño’ ingleses. El poeta Zephaniah ha contado cómo los policías colgaban rastas falsas del techo de la comisaria, como si fueran los cueros cabelludos de indios que matan en las películas de vaqueros. Después de los disturbios, a estos simpáticos cowboys británicos se les ofreció tentadoras prejubilaciones para que desaparecieran del barrio. 

Mi colegio tardó un poco más en jubilar a la vieja (racista) guardia y contratar un profesorado aparentemente más concienciado y sensibilizado con las problemáticas locales. El Prince Albert, uno de los centros educativos más grandes de la ciudad y tradicional destino para profesores sin otras opciones, se convirtió a partir de 1985 en un buen sitio para hacer currículum. A finales de la década, entró como nuevo director un militante laborista que vio en el puesto una oportunidad para subir dentro del partido. Contrataron nuevos profesores jóvenes, pero todavía en su mayor parte blancos y con poco conocimiento del barrio. Mi pobre compañero Kamran, un niño pakistaní con discapacidades intelectuales (atribuidas a los sucesivos matrimonios consanguíneos dentro de su familia) pasó de mono de feria de los antiguos profesores, a conejillo de indias de estos nuevos trepas y sus innovadores métodos pedagógicos. Kamran y otros como él fueron, sin saberlo y sin ser retribuidos por ello, fértil tierra donde cosechar, hasta el hartazgo, más tesis de máster que las que los políticos españoles han falsificado en los últimos años. Pero, que yo sepa, nadie lo fue a visitar cuando lo apuñalaron unos años después por meterse con quien no debía. La historia de Kamran me da mucha pena, aunque no tanta como la de su compañera, una chica de pueblo pakistaní cuya familia, sin nunca haberle conocido o saber de sus trastornos psicológicos, pagó un dineral para que se casara con él y obtuviese, así, pasaporte británico.   

Mis amigos en el colegio no eran alumnos aplicados, pero sí extremadamente listos. Solían reírse mucho de la mezcla de paternalismo y cinismo de estos nuevos profesores progres y hasta que entré en la universidad, nunca escuché a nadie de mi edad decir lector del Guardian con un tono no peyorativo. A mis cuarenta y cuatro años he tenido que escuchar todo tipo de estupideces racistas sobre mis viejos amigos y vecinos de Aston y Handsworth, pero debo confesar que también me resulta insoportable cuando escucho hablar de las bondades de la multiculturalidad a gente que se ha criado en ambientes privilegiados homogéneos y no tiene ni idea de lo difícil que puede resultar la convivencia. Perdono y comprendo al vecino pakistaní que un día sacó de mi jardín a mi primera mascota, un conejo llamado Barney y se lo preparó de cena. No lo hizo con mala fe, no se le ocurrió que pudiera tener ningún valor emocional para mi familia y pensaba comprarnos otro para reponer el que había tomado prestado. Pero, si me hubieran dado la opción, hubiera preferido no pasar por el mal trago del choque cultural y aprender de otro modo a ser tolerante. No estoy ni traumatizado ni amargado por mi infancia (a diferencia de muchos de mis compañeros de clase), pero mentiría si dijera que es un tipo de infancia que escogería para un hijo mío. Tampoco es la que hubieran elegido para mí mis padres si hubieran tenido más opciones.

Pero, para bien o para mal, y por robarle la frase a Ortega y Gasset, “yo soy yo y mis circunstancias” y eso es algo que, si queremos que las cosas de verdad cambien para siempre, nadie tendría que olvidar. 

*Duncan Wheeler es profesor en el Departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad de Leeds.

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