Paz por territorios

La idea del diplomático británico Lord Caradon “land for peace” fija una política del mal menor que atañe al periodismo, solo que nuestro territorio son las palabras.

La fórmula de "paz por territorios" (land for peace) aparece formalmente en la Resolución 242 del Consejo de Seguridad de la ONU, adoptada tras la Guerra de los Seis Días, en noviembre de 1967. La resolución, cuya redacción capitaneó el diplomático británico Hugh Foot, Lord Caradon, bajo la tutela de Estados Unidos y la Unión Soviética, nunca emplea la expresión como tal, pero sí subordinaba la retirada de Israel de los territorios ocupados en el conflicto al reconocimiento por parte de todos los países de la región al derecho de que Israel viva en paz dentro de fronteras seguras y reconocidas. Este principio se consolidó como la fórmula “land for peace” en la diplomacia estadounidense, sobre todo bajo las presidencias del demócrata Lyndon B. Johnson, que avaló la resolución 242 de Naciones Unidas, y del republicano Richard Nixon, con Henry Kissinger como secretario de Estado.

Hugh Mackintosh Foot (Plymouth 1907-1990), nombrado Barón de Caradon (Cornualles) en 1964, fue un diplomático y administrador colonial británico que sirvió en diversos puestos en Palestina, Chipre, las colonias africanas y Jamaica, donde fue el último gobernador británico, entre 1957 y 1962, y supervisó su transición a la independencia. El hilo de su trayectoria encarna el itinerario de la Gran Bretaña imperial a la era poscolonial, de ahí que, además de ser administrador de la descolonización –es decir, tutor de los intereses británicos en los procesos de independencia de las colonias–,  en tanto embajador británico ante Naciones Unidas, defendía un pragmatismo político sin tabúes ni anatemas.

Hay una ironía profunda en que un hombre formado en el mundo colonial británico acabara siendo una figura central en un conflicto tan emblemático del poscolonialismo como la convivencia del flamante Estado de Israel con los países de la región, hasta el punto de que la expresión “paz por territorios”, que ayudó a formular, se convirtiera en uno de los ejes diplomáticos del Próximo Oriente durante medio siglo. Y que ese marco, “paz por territorios”, que aludía a que si Israel quería la paz debía devolver lo conquistado en aquel conflicto, hoy se haya vuelto manifiestamente a favor de los agresores de diversos conflictos, como vemos en el caso ucraniano bajo la tutela de Donald Trump, donde “paz por territorios” se traduce en que Ucrania y Europa renuncien a Crimea a cambio de que Vladimir Putin no prosiga su agresión hasta destruir el país. 

Este caso ilustra bien el veneno que se contiene en la fórmula: más que un escenario de acuerdo, “paz por territorios” es una extorsión que incentiva a los agresores, en un mundo en que la multilateralidad y el respeto a las reglas acordadas han pasado a la historia y en el que la intimidación y la belicosidad de las grandes potencias vuelven a ser factor diferencial. De hecho, “paz por territorios” no es sino una reformulación de un principio que vertebra las pugnas de las distintas bandas del crimen organizado por el control de una ciudad.

¿Y en qué atañe esto al periodismo, una dedicación menesterosa siempre en conflicto con los intereses de las empresas y los poderes de diversa índole? En que nuestro territorio son las palabras y estamos entregándolas a cambio de paz. En estos días de bullicioso mercadeo de bisutería política alrededor de los incendios, hay tres sustantivos posmodernos, de uso indubitadamente espurio y vocación equidistante, que el periodismo ha entregado como rehenes a cambio de mantener la barbilla fuera del agua: crispación, polarización y despolitización. 

En estos días de bullicioso mercadeo de bisutería política alrededor de los incendios, hay tres sustantivos posmodernos, de uso indubitadamente espurio y vocación equidistante, que el periodismo ha entregado como rehenes a cambio de mantener la barbilla fuera del agua: crispación, polarización y despolitización

En las primeras clases del oficio que uno recibió distraídamente en la facultad de la cosa, había algunas conjugaciones que quedaban absolutamente prohibidas para un titular, y entre ellas destacaban tres: los gerundios, los condicionales y los verbos impersonales. Lo de los gerundios era una cutrez porque obedecía a la dificultad de su uso a que la mayoría de los usuarios del idioma creían, como en los atestados de la Guardia Civil, que existía el gerundio de posterioridad (“cayó por la ventana, resultando muerto”), cuando en castellano solo existe el gerundio de anterioridad (“cayendo por la ventana, resultó muerto”) o el de simultaneidad (“cayendo por la ventana, gritaba ante la inminente muerte”). Ni los profesores lo acababan de entender del todo. 

Lo de los condicionales, cae por su propio peso: le contamos al lector lo que está pasando no lo que eventualmente podría estar pasando o estaría pasando según alguien. Una información en condicional es una información cuya elaboración y fuentes son precarias. Es decir, es una noticia sin hacer. 

Y la tercera, las conjugaciones impersonales, está prohibida por una razón obvia: salvo la lluvia y la nieve, todos los hechos tienen siempre sujeto. Por ejemplo, los altercados o los disturbios… nunca se producen. Alguien los produce, no siempre los manifestantes, todo sea dicho, a menudo los producen los agentes del orden. Y el periodista ha de incluir un sujeto en el titular, porque no está permitido lavarse las manos como Poncio Pilatos (por cierto, el cónsul romano en Palestina entendió las vicisitudes de la descolonización y la paz mucho mejor que Lord Caradon).

Esa equidistancia pecaminosa de eludir el sujeto para evitar el problema es siempre tentadora, como la de omitir mencionar al actor que crispa la política y usar el verbo sustantivado, “crispación”, como si fuera un mal que afectara por igual al PP que a la Plataforma de la España Vaciada. Es una tentación habitual del periodismo socializar las pérdidas y en nuestro país en particular, un hábito profiláctico de hace tres décadas, la equidistancia entre los dos grandes partidos, ha quedado instalado como buena praxis del oficio, hoy que las derechas convencionales de todo el planeta se han vuelto majaretas abrazando las mecánicas del trumpismo. Como si fuera lo mismo un tuit socarrón del ministro de Transportes que hacer bascular toda una campaña electoral sobre un mal chiste consistente en llamar, en sede parlamentaria, “hijo de puta” al presidente del Gobierno. Ocurre lo mismo con “polarización”, término que sirve para explicar los nuevos hábitos antidemocráticos y matoniles de las derechas mundiales y que a la vez pretende la existencia de un homólogo simétrico de tal ignominia al otro lado del arco político. Y no, no existe.

La deriva del último lustro, especialmente intensa desde el segundo triunfo de Trump, hace que se atribuyan a “la política” aquellos vicios que definen a las nuevas derechas, esas que, huérfanas tras la defunción del dogma neoliberal, buscan en identidades y demás adhesiones sentimentales premodernas un banderín de enganche para no perder pie.

De aquel periodo donde la derecha había hecho del recetario neoliberal un manual de instrucciones técnicas del mundo, nos ha quedado otro palabro que infama la vida pública: “Despolitización”. Despolitizar se utiliza como casi un sinónimo perfecto de despiojar o desparasitar y en realidad vehicula una tradición antiliberal que presupone, como en la pamema tecnocrática o en la plenipotencia de la ciencia, que hay en las instituciones públicas una suerte de estado ideal sin mancha política. Hoy sabemos que la “tecnocracia” es un trampantojo de la enajenación del control democrático y “despolitizar” no es más que tratar de regresar a un fantasioso paraíso prepolítico, que en España expresó con gran precisión el vicetiple dictador: “Haga usted como yo, no se meta en política”. Despolitizar era como el generalísimo llamaba a su forma de hacer una política muy específica.

España es un Estado moderno desde hace más de medio milenio y apenas ha sido una democracia durante el último medio siglo. La democracia consiste en subordinar ese centenario Estado, con todas sus instituciones, a la voluntad de la mayoría. Es decir, politizarlas. Porque antes de que la política partidista las politizara para que respondiera a las volubles querencias de las mayorías, no habitaban en un limbo de neutralidad técnico-administrativa, simplemente actuaban en defensa de intereses que no eran los de la mayoría. La administración del Estado no es un organismo burocrático y neutral sino un formidable mecanismo de control y recaudación de los poderosos para gestionar sus territorios y a sus menesterosos habitantes. Solo se convirtió en un vehículo de justicia y democracia cuando la soberanía popular, la única reconocida en la Constitución, la sometió a sus arbitrios. Despolitizar el Estado no es vaciarlo de política sino devolverlo a la acción política premoderna, que es para lo que ha existido el Estado durante quinientos años.

Entregar el territorio de las palabras a los poderosos intereses que las ansían siempre comporta paz para el periodista en su desempeño. Pero, como en Ucrania o Palestina, es una tregua efímera que solo crea incentivos para que el agresor prepare nuevas ofensivas y ocupaciones, obligándonos a retrasar aún más las líneas e ignorando que el vocabulario es nuestro desfiladero de Helm, detrás de nosotros solo queda una cueva en la que morir. Así que la única solución es abrir las puertas de la empalizada y salir al galope, esperando que alguien acuda en nuestro socorro, el sol a la espalda, cabalgando desde el Este.

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