Cuando queríamos ser indios Aroa Moreno Durán
El Tribunal Supremo se ha visto obligado a adelantar su fallo contra el fiscal general del Estado y debe de hallarse hoy entre la estupefacción y el monumental enfado al comprobar que su verbo ya no hace carne. Su potestad de emitir verdad se ha roto. La ha roto el propio tribunal, con la retransmisión de una vista oral que nos ha permitido contemplar la obscenidad mundana tras los cortinones del palacio de las Salesas, bajo las togas volanderas, la escasa sofisticación de un atropello, la condición ramplona del mal derecho. El fallo emitido el 20-N —“¡Viva Cristo Rey!”— le grita al país entero con letras de Groucho Marx: “¡¿A quién va a creer, a mí o a sus propios ojos?!”. Los titulares del viernes expresaban un desacato —sosegado y razonado, pero firme como un mojón de granito incrustado en una cuneta del desfiladero de la Hermida— nunca antes visto. Ni siquiera con ocasión de la condena y posterior retirada del acta al diputado canario Alberto Rodríguez o con la sentencia del procés, por citar recientes greatest hits de la sala segunda. Hoy la prensa digna de tal nombre no ha opinado, se ha insubordinado contra la verdad administrativa. La ironía, consistente en que el adelanto del fallo obedece al temor a que uno de los miembros de la sala filtrase su sentido —son siete—, asunción tácita de la costumbre togada de darse importancia ante la prensa violando la discreción que el indumento les exige, aún añade más grietas a la fachada de un proceso que, precisamente, perseguía castigar una filtración que nunca pudo probarse.
Hasta el pasado viernes, lo común de la prensa de este rincón de Europa era el asentimiento obediente —como mucho, un disenso recatado, una opinión discordante—, con la sola excepción de la desquiciada y terca reacción de una cabecera madrileña a la sentencia de los atentados del 11-M, una interesada discrepancia con la realidad de los hechos en la que hoy en día ya solo militan los navegantes del misterio, nuestros QAnon domésticos. Pero el pasado viernes, el periodismo al que la sala segunda del Supremo retó y trató de amedrentar durante la vista oral, en lo que ya es el mayor rearme de la reputación de este malhadado oficio, levantó el dedo y obstó a la celada.
El verbo no se ha hecho carne. Que el poder del Estado, encarnado en siete togas, se haya sobrestimado al punto de creer que podía meter el madero triangular en el agujero redondo —siglo y pico después de que Émile Zola le pusiera las peras al cuarto— es apoteósico y tal vez también el canto del cisne de ese periodo que comenzó justamente hace cincuenta años y al que nuestro muy añorado Jaime Miquel bautizó como “posfranquismo”. En este rincón del mundo reñido con el liberalismo y modelado por las dos versiones altisonantes de la doctrina cristiana —la igualitarista e insurgente del comunismo y la tradicionalista y estamental del carlismo—, el 20 de noviembre del 2025 el periodismo empezó a ejercer la responsabilidad informal que habita tras el título de “cuarto poder” cuando uno de los otros tres, aquejado de la endogamia de todas las castas criadas en valles angostos, se ha empeñado en dirigir el país sin sometimiento a la única soberanía legítima y a la realidad manifiesta.
El verbo no se ha hecho carne. Y esa pifia no es ninguna anécdota sino un cambio de rasante del que solo podemos salir volviendo, con el fórceps de la violencia, al turno de partidos de la Restauración o avanzando hacia donde nos habíamos prometido medio siglo atrás. La corneta togada ha querido tocar a rebato y ha emitido una pedorreta. No es baladí: en un Estado de Derecho las sentencias tienden a cuajarse como realidad por el mero hecho de ser pronunciadas. La justicia tiende a ser performativa y la eficiencia de esa emisión es el arbotante que sostiene la autoridad judicial. Lo que ha fallado hoy es ese mecanismo de conversión porque el periodismo ha dicho algo inopinado: “No aceptamos que esta ficción institucional sustituya a lo que sabemos”. Hasta ahora, incluso cuando las sentencias eran polémicas y discutidas, el oficio actuaba como si el verbo se hiciera carne, pero ahora el verbo ha resonado y no ha encarnado. Un 20 de noviembre. Y eso es un terremoto.
Y la batalla feroz a la que asistimos no es entre la derecha y la izquierda por el poder, sino entre las togas y las plumas por la verdad. El periodismo está haciendo su puesta de largo democrática dejando de ser un actor subordinado al relato institucional para empezar a ejercer la encomienda que durante décadas evitó asumir: ser el contrapoder del más rocoso poder del Estado, el judicial, aquel que siente que su legitimidad reside en la historia y no en la soberanía, es decir, en los siglos y no en los ciudadanos. El periodismo español ya era contrapoder del ejecutivo y del legislativo, poderes mundanos, pero nunca había ejercido la irreverencia contra las togas, arzobispos de la ley. Ni siquiera cuando el Constitucional dijo que la aplicación inconstitucional del artículo 155 era constitucional porque no le quedó más remedio, asfaltando las dehesas de la inseguridad jurídica a las que se lanzó el Estado cuando quiso perseguir campo a través —fuera de la ley— al independentismo.
El verbo no se ha hecho carne. El periodismo rechaza hoy una verdad instituida porque colisiona con la verdad patente. Recupera su dominio del verbo, de la lengua, —alzaos, insurgentes de María Moliner—, para afirmar verdades desbordando el lenguaje jurídico porque este, a su vez, se ha situado en desacato al mundo real. Y ese es un gesto fundacional.
Cuando algo ocurre por primera vez cambia la época, y hace cuatro días el periodismo digno de tal etiqueta ha impugnado la verdad articulada en sentencia por el Supremo, sintiéndose bien y seguro al estrenar el desacato a la mentira
Porque no tratamos una decisión discutible sino un choque frontal entre la realidad y la condena, algo mucho más grave que la divergencia habitual entre lo que el periodismo observa y lo que los tribunales pueden probar. Cuando la justicia formal no se limita a operar dentro de su lógica procedimental, sino que emite un veredicto incompatible con la evidencia pública y con su propia jurisprudencia —y lo hace protegiendo a un estraperlista ramplón—, deja de funcionar como garante de la realidad democrática y empieza a producir una verdad institucional autónoma, satelital, desligada de los hechos del mundo. Ese salto ontológico —no ya interpretativo, sino de rasgado del tejido de lo real— es el que genera desolación: la sensación de que pasan dos cosas a la vez y en planos diferentes, como si la justicia hubiera decidido emanciparse del mundo. Por eso la reacción periodística es indispensable para restituir el orden de las cosas ciertas. Por primera vez desde la Transición, una parte significativa del periodismo digno no ha acatado la sentencia como verdad por el mero hecho de ser pronunciada. La condena será aplicada, llegado el caso, pero no ha producido realidad.
El verbo no se ha hecho carne. “Eppur si muove”, ha dicho este oficio de impostores, no en susurro, como Galileo, sino en la voz alta de los titulares de apertura. Y ese gesto hace inútil cualquier prestidigitación, por brillante que sea, de los razonamientos que la sentencia aporte cuando sea publicada y busque el amparo del tecnicismo. La gente entiende, porque el derecho no es un arcano. No es ciencia, solo es lenguaje. Y en ese territorio, habitamos otros que ejercemos soberanía. Por eso, ese gesto de los titulares, que recuerda al J'accuse de Émile Zola, es una forma de insubordinación cívica que denuncia que la autoridad judicial ya no coincide con el sentido común democrático. Zola no emitió una opinión sobre lo que el Estado Mayor había hecho contra el capitán Alfred Dreyfus, sino que proclamó que el Estado había fabricado una verdad incompatible con los hechos. Ese desacople entre sentencia y evidencia, entre institución y realidad, es lo que convierte este episodio en un momento Dreyfus porque reproduce el patrón profundo de aquel precedente en el que el Estado francés intentó domesticar la realidad y fue la sociedad civil —a través del periodismo— quien se levantó y lo rechazó de forma explícita. De ahí que estemos ante una crisis epistemológica del poder judicial y una epifanía del periodismo, como llevamos semanas anunciando desde este aprisco para impostores.
Al final, todo converge en este instante, en la constatación brutal de que la justicia formal puede renunciar a la realidad, pero la realidad no puede renunciar a sí misma. Y lo decisivo no es la torsión del más alto de los tribunales, sino el gesto insólito del periodismo digno, que por primera vez ha rehusado convertir en carne el verbo institucional. Y ha emitido verdad. En esa insolencia civilizada nace una emancipación, la asunción de que la soberanía democrática reside en la evidencia compartida, no en las liturgias del poder. Así, sin buscarlo, tal vez este día marque la frontera entre un periodismo que acepta someterse al imperio del castillo kafkiano y otro que tensa sus catapultas frente a sus muros. Cuando una sentencia desdice lo patente, cuando no es el periodismo el que se excede sino la justicia la que se extravía, solo nos queda, como nos enseñó Zola, escribir para volver a unir la verdad con su mundo.
Hoy es nuestro verbo el que se hace carne.
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