Érase una vez un reino

Érase una vez un reino tan cercano, tan cercano, que se llamaba Reino de España. Tiene este reino cuarenta y ocho millones de súbditos diversos, cincuenta y dos provincias, algunas regiones más rebeldes que otras y no se sabe cuántos, porque eso no se ha preguntado ni se pregunta, pero una buena parte de estos súbditos preferirían que no hubiera familias que heredaran la jefatura del Estado por tener sangre azul. 

Años atrás, un niño de diez años y ojos claros, pelo rubio, un príncipe de linaje francés, fue arrancado del exilio de su familia en Estoril para ser formado e instruido militarmente junto a alguien a quien se hacía llamar generalísimo de todos los ejércitos. Parecía que tuviera un plan personal para él. Y que ese plan era el mismo plan que tenía para el país. Quedaba en su triste memoria un hermano muerto en un juego de jóvenes con una pistola que resultó cargada y un padre alejado para siempre. La soledad

Cuentan que el dictador le dijo que se dejara de novias y se casó con una princesa griega con la que tuvo tres hijos rubios y altos como lo eran ellos. Cuando el dictador murió, solo dos días después, le proclamaron rey del reino nuevo. Una nación con un regente campechano y una reina profesional que sería una monarquía, pero con Parlamento y Constitución. 

Pasaron los años y aquel cuento del apuesto rey motero se resquebrajó. Lo tenía todo y quiso más. Se acabó la ejemplaridad. Se acabó el cuento y el tabú mediático. Mientras el reino vivía lo más crudo de una crisis, se supo que el rey estaba en Botsuana cazando elefantes. Lo cogieron también aceptando donaciones y comisiones en el extranjero. Abriendo cuentas en otros países. Transfiriendo dinero. Las amigas entrañables empezaron a hablar. ¿No es eso lo que hacen los reyes?, se preguntaría. ¿Pero ya no sirve que me recordéis hablando por la televisión el 23 de febrero aquel? ¿Cómo iba su vida privada a dinamitar un legado semejante? ¿Acaso no es íntima la razón de ser de una dinastía? Si solo había sido un hombre. 

Quién sabe cómo acabará esta historia de fantasía, quién sabe si fueron felices o no, porque los reyes también lloran, pero perdices se las comieron todas

Y abdicó y su hijo menor heredó la corona por ser el varón. Estaba muy preparado, decían. Para sobrevivir, había que desterrar al padre. Y el rey ya emérito se fue a vivir al desierto. Y la Casa Real siguió su curso con otras formas de contar la segunda parte de la misma novela. Van a cumplirse cincuenta años de reino. Y ahora nadie se acuerda de invitarle a los fastos.  

Porque si de algo vivía aquel rey antiguo era de una gran historia, la Historia, que había sido muy bien escrita. Atada y muy bien atada. Así que quiso recuperar su relato y le escribieron una nueva versión en la que tuvo la osadía de llamar a la democracia española “mi obra”. Donde confiesa que nunca se ha sentido libre. Que es el único español jubilado que no cobra pensión después de cuarenta años de servicio. Donde recuerda a su propio hijo que es heredero de un sistema que forjó él.  Y que quiere volver a su país. 

Que quiere morir en su tierra

Hay veces en que la realidad supera cualquier intento de ficción. Como los extractos que hemos conocido de estas memorias de Juan Carlos de Borbón que ha publicado en Francia y se titulan Reconciliación y no se llaman, no se sabe por qué, “Lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir”. Disculparse con honestidad es lo mínimo que podría haber vuelto a decir a ese pueblo que se llegó a decir a sí mismo "republicano, pero juancarlista". Lo mínimo era condenar la dictadura y mostrar cierta empatía con las víctimas del Régimen que dirigía su padre político, al que dice haber querido y admirado. Era un buen momento para explicarnos aquel febrero de 1981. Para hablar de cómo levantó su patrimonio. Un momento para la humildad y la autocrítica. Era una gran oportunidad para, al menos, reconciliarse con esos a quienes no dedica sus memorias, los españoles y españolas a los que nadie preguntó nada, pero tuvo de su parte durante décadas. Para escribir su propio final. 

Y no puedo evitar acordarme de aquella entrevista inédita que le dio Adolfo Suárez a Victoria Prego en 1995 y, en un descuido, el expresidente le confiesa a la periodista que no sometieron la forma de Estado a referéndum porque hacían encuestas y perdían. 

Quién sabe cómo acabará esta historia de fantasía, quién sabe si fueron felices o no, porque los reyes también lloran, pero perdices se las comieron todas. 

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