Torrejón, un modelo mortal Pilar Velasco
Los juicios de intenciones, que imputan a la denuncia del holocausto palestino el fariseísmo de la conveniencia política, sacan al periodismo de su carril y lo convierten en una inquisición de conciencias.
El periodismo, lo hemos dicho ya a menudo, opera sobre el bastidor de la ética, no el de la moral. El periodismo es método, no resultado; es praxis, no propósito. La diferencia entre ética y moral, aunque a veces no lo parezca, es bastante simple, porque la moral es un catálogo previo, un sistema de normas, valores o prohibiciones que una comunidad —o más bien, una élite de esa comunidad— establece de antemano y que fija lo que está bien y lo que está mal. Por eso, la moral es normativa, es un a priori y es cerrada, ofreciendo un repertorio de respuestas preestablecidas para cada conducta. La ética, en cambio, es una herramienta crítica, una estructura de reflexión, conocimiento acumulado y pragmatismo sobre lo moral que no da por supuestas las normas sino que se pregunta por qué algo está bien y algo está mal; y, sobre todo, qué consecuencias tiene aplicar tal conducta en cada situación. La ética no es un ejercicio de convicción sino de reflexión, no descansa en la rectitud sino en la inteligencia, porque no consiste en permanecer firme en los principios sino en ser generoso y pragmático en la asunción de las distintas formas de ver, sentir y actuar. La ética es analítica, abierta, y siempre persigue lo funcional, en términos de civilización. Es un a posteriori, porque no ofrece un catálogo de respuestas sino un método de razonamiento para buscarlas. La moral da la hora, la ética son ruedas dentadas.
Cuando Kant, Stuart Mill o Spinoza discuten si mentir puede estar justificado en determinados casos, no repiten un mandamiento, no asumen que lo correcto es “no mentirás”, sino que examinan la situación y sus soluciones, y tratan de buscar la respuesta que proporcione el mayor bien social y el menor daño. Por aterrizarlo en lo inmediato, y citando de memoria a ese manantial de inteligencia y buen humor llamado Facu Díaz, qué más da que los ocupantes de la flotilla de la libertad sean “pijos” o se hagan selfies si están poniendo en riesgo sus vidas para contribuir a centrar la atención sobre lo importante: que la moral fanática, cual son todas las religiones, está asesinando a niños en Palestina y provocando el segundo holocausto de la era moderna.
Si les interesa profundizar en lo distintas que son la ética y la moral, deberían buscar los libros del filósofo Eduardo Infante, llenos de desafíos interesantes, pero volviendo a lo nuestro, para el correcto ejercicio de este oficio mío, quédense con que el periodismo, como todo artilugio de interpretación y construcción de sociedades sanas, libres y funcionales, es un oficio obligado por la ética y para el que la moral no sirve de nada, más allá de golpearse el pecho y afectar virtud. La moral es un patrimonio de la intimidad y un estorbo para las sociedades.
Cuando el presidente de los Estados Unidos Franklin D. Roosevelt metió al país en la II Guerra Mundial, lo hizo como respuesta al ataque japonés a la base hawaiana de Pearl Harbour, y su decisión contribuyó de forma determinante, junto al poderío militar soviético, a acabar con las potencias del Eje. Pero Roosevelt llevaba mucho tiempo queriendo meter al país en la guerra de Europa, Japón solo proporcionó la excusa. Roosevelt apoyaba materialmente a los aliados mediante el programa Lend-Lease (“préstamo y arriendo”), suministrando armas, barcos, combustible y alimentos porque la guerra era, ya antes de Pearl Harbor, un motor económico que aceleraba la recuperación del país tras la Gran Depresión.
La moral fanática, cual son todas las religiones, está asesinando a niños en Palestina y provocando el segundo holocausto de la era moderna
Si los aliados caían y Alemania dominaba Europa, Estados Unidos corría el riesgo de perder sus mercados y su influencia económica global. Alemania había avanzado peligrosamente en el Atlántico, con los famosos U-boote amenazando incluso las rutas marítimas hacia América, y Japón estaba expandiéndose por Asia y el Pacífico poniendo en cuestión el acceso estadounidense a materias primas cruciales como el petróleo, el caucho o el estaño. Roosevelt entendía que la neutralidad americana era insostenible a medio plazo porque el éxito del Eje acabaría chocando con los intereses vitales de su país. Había, además del comercial, un móvil geopolítico de largo alcance porque la guerra tenía lugar a miles de millas de Estados Unidos, tanto en Europa como en el Pacífico, lo que garantizaba un país indemne que podría constituirse en agente de la reconstrucción y árbitro del nuevo orden postbélico. Roosevelt veía a Hitler como una amenaza civilizatoria. Sus discursos de 1940 y 1941 ya hablaban de “arsenal de la democracia”. Para un país fundado sobre la idea de libertad política, la expansión de regímenes totalitarios era inaceptable.
Todos estos planes chocaban con una sociedad estadounidense imbuida de aislacionismo tras la I Guerra Mundial y el fracaso de Wilson con la Sociedad de Naciones, así que Roosevelt necesitaba un catalizador que legitimara la guerra, lo que también reforzaba la posición presidencial. Roosevelt, que ya había roto la tradición de los dos mandatos, intuía que podía pasar a la historia como el presidente que modernizó Estados Unidos y salvó al mundo del fascismo.
La de Roosevelt ¿fue pues una decisión interesada o virtuosa? El caso es que Estados Unidos volcó su potencia industrial y militar en la guerra, y fue determinante, junto a la potencia soviética, para derrotar al Eje y salvar a Europa. Nadie en su sano juicio tacharía de hipócrita a Roosevelt o cuestionaría su determinante papel en la derrota del fascismo y el despliegue del Estado del Bienestar.
Y sin embargo, nos hemos pasado toda la semana inmiscuidos en una discusión moral, casi mágica, sobre si los motivos por los que el gobierno español se ha convertido en el ariete internacional contra el genocidio palestino son genuinos o de conveniencia. Que líderes políticos de raíces nacionalcatólicas lo hagan es lo propio, pues son organizaciones políticas cuyo proyecto descansa en la moral religiosa, que sueñan con un país premoderno basado en una comunidad de observantes de la fe y sumisos a la ley de Dios. Pero la democracia liberal no es ese proyecto, porque no se basa en la obediencia sino en la convivencia, no dispone de Tablas de la Ley sino de convenios provisionales.
El liberalismo temprano ya estableció que el tránsito de la premodernidad a la democracia empieza por abolir la moral de la vida pública, un cambio de paradigma revolucionario. Spinoza explicaba que la política no se basa en la pureza de los gobernantes, sino en la potentia colectiva, en la manera en que las instituciones canalizan los deseos y pasiones humanas. Desconfiado de la pretensión de juzgar el interior o fiar el progreso a la virtud, para Spinoza no es relevante si el príncipe es virtuoso, sino si las instituciones limitan y encauzan su poder, y en su Tratado teológico-político separa la religión, que juzga conciencias, de la política, que regula actos. En Sobre la libertad, John Stuart Mill ponía el foco en el efecto público de lo que dicen o hacen los hombres libres, no en el porqué. Su “principio del daño” (harm principle) es una doctrina de consecuencias, no de intenciones. Si una acción no daña a nadie, aunque sus motivos sean mezquinos, la sociedad no tiene derecho a intervenir. Mill aplica ese paradigma a la política: lo que importa no es si el gobernante obra guiado por la pureza de ánimo, sino si sus actos generan más libertad, menos opresión y más bienestar. De ahí que Montesquieu, más preocupado por el equilibrio social que por la integridad personal, estableciera un diseño institucional de separación de poderes, de check and balance, que debía funcionar, y de hecho funciona, “aunque los hombres sean malos”. Dicho de otro modo, James Madison, en su célebre Federalista n.º 51, escribe: “Si los hombres fueran ángeles, no sería necesario el gobierno”, expulsando la santidad y la competición de la virtud de la vida pública moderna. El propio Adam Smith reflexionó sobre las sofisticadas relaciones económicas de las sociedades complejas subrayando que, de los intereses contrapuestos, en principio egoístas, podían surgir efectos beneficiosos para la colectividad.
A diferencia de los modelos sociales basados en utopías —sociedades de funcionamiento perfecto y donde todos los individuos respetan los estrictos límites de sus funciones—, como son las fantasías nacionalsocialistas y nacionalcatólicas o el llamado socialismo real, el liberalismo clásico –padre de la democracia moderna– se cuida mucho de convertir la política en una inquisición de conciencias. Sus padres fundadores diseñaron marcos para que la sociedad funcione incluso cuando los individuos obran por conveniencia, interés o egoísmo; es más, presuponen que los individuos obramos muy a menudo de ese modo, pero la institucionalidad democrática que conciben preserva la libertad y el bienestar.
Quien afirma que Sánchez no denuncia el genocidio por convicción humanista sino para recuperar la iniciativa política oficia de moralista, no de periodista, pues es la moral la que vive de la inquisición de los motivos y cultiva, con el ceño fruncido, la sospecha moralizante. Para la ética, en cambio, lo único existente es que la decisión pone presión sobre Israel, abre grietas en la UE, da visibilidad internacional al drama y genera marcos políticos nuevos.
El análisis moral convierte al periodismo en un confesionario, escrutando la pureza de las intenciones, un territorio especulativo e insidioso, mientras que nuestro oficio de gacetilleros apenas juzga precariamente lo visible, lo que afecta a todos, lo que opera sobre la realidad. Y haciéndolo, nos salva de ser devorados por el abismo santurrón de las hogueras barrocas.
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