El futuro de Cataluña

Así se calentó la caldera del independentismo

Un mosso d'Esquadra hace guardia al lado de un cartel a favor de la independencia en las Ramblas, en Barcelona.

Ángel Munárriz

La crisis política catalana ha alcanzado dimensiones inéditas. El Govern (Junts Pel Sí) ha posado el dedo sobre el botón de la declaración de independencia, lo que culminaría su espiral de desobediencia. El Gobierno (PP) declina la solicitud de mediación o diálogo de Carles Puigdemont, que a su vez rechaza abandonar la idea de independizar ya a Cataluña como requisito previo a cualquier diálogo. La pretensión de Puigdemont de declarar independiente a Cataluña se basa en los resultados de un referéndum que se celebró desobedeciendo al Tribunal Constitucional y sin garantías democráticas.

El Govern pretende sacar a Cataluña de España sin reconocimiento internacional, con una mayoría en el Parlament de 72 diputados de un total de 135, lograda a pesar de que los independentistas –PDeCat y ERC, agrupados en Junts Pel Sí, y las CUP– cosecharon menos del 50% de los votos en 2015. Incluso en el bloque independentista hay dudas. Pero de momento sigue adelante. Un brusco frenazo podría derivar en la insatisfacción de amplios sectores de la población movilizados en la calle. A la dinámica de desobediencia institucional la acompaña ya otra de rebeldía social.

Las opciones en caso de independencia incluyen la suspensión de competencias autonómicas y la inhabilitación de autoridades por la vía del artículo 155 de la Constitución. La gran banca catalana marca distancias con medidas como el traslado de sus sedes sociales. El debate público y los espacios de expresión popular como las redes sociales se inundan de mensajes de odio y miedo. Resulta inquietante el paralelismo con la insurrección del Govern de Lluis Companys contra la República en 1934, también en octubre, que entonces acabó con decenas de muertos. A estas alturas hay pocos escenarios descartados en la Cataluña de 2017. ¿Es inconcebible que acaben detenidos Puigdemont y Oriol Junqueras? ¿Lo es un despliegue militar en Cataluña? ¿Hasta dónde puede llegar la tensión entre la policía y los mossos? ¿Ha despertado el procés los fantasmas seculares del cainismo y la revancha? Medios de comunicación y responsables políticos de todo el mundo miran a España con preocupación.

Los fenómenos sociopolíticos complejos tienen causas aún más complejas, que van desde las tocantes a la psicología de masas hasta las puramente económicas. Es imposible obviar que Cataluña, como toda España, ha sufrido las consecuencias de la crisis, que ha deteriorado las condiciones y expectativas económicas de la mayoría. En lo puramente político, desde el ámbito independentista –o partidario del "derecho a decidir"– se acusa al Gobierno y al PP de haber ignorado, menospreciado e incluso humillado a Cataluña, de haber agitado el anticatalanismo para fortalecerse en el resto de España. Como respuesta, el nacionalismo catalán es acusado de vivir en una obsesiva espiral de victimismo y sobrerreacción, en base a una imagen caricaturizada de España, alimentada desde los medios de comunicación públicos e incluso desde la enseñanza.

Al margen de causas profundas o estructurales, es fácil reconocer en el pasado reciente hitos políticos específicos que han ido modelando el proceso. Un paso tras otro, nada parece haber contribuido a la distensión desde hace ya más de diez años.

  La campaña contra el Estatut

José Luis Rodríguez Zapatero aún no había demostrado su eficacia electoral. Era 13 de noviembre de 2003, a cuatro meses de las generales de marzo de 2004. Pero la vista de Zapatero estaba entonces puesta en un desafío más inmediato, las autonómicas catalanas, que tendrían lugar tres días después. "Apoyaré la reforma del Estatuto que apruebe el Parlamento catalán", afirmó entre aplausos en un acto de campaña en Barcelona. Allí estaba Pasqual Maragall, que poco después se convirtió en el primer presidente socialista de la Generalitat. Y en el impulsor del Estatut, el texto legal que más controversia política ha causado en la historia de la democracia española.

La reforma del Estatut empezó en febrero de 2004, y el PSOE confiaba entonces en poder centrarla en aspectos como la fiscalidad, el autogobierno y la financiación. Los aspectos identitarios, a los que ERC daba gran importancia, devoraron el debate.

En un clima de conmoción por el atentado del 11-M, Zapatero ganó las generales en marzo de 2004, sumiendo a la derecha en la perplejidad y la frustración. El PP se embarcó en una estrategia de oposición encarnizada, que tuvo en Cataluña un activo básico. Valía casi todo. Bajo el liderazgo de Mariano Rajoy, sus altavoces de entonces, Ángel Acebes y Eduardo Zaplana, daban alas a una campaña pilotada por El Mundo que sostenía que ETA había sido coautora del 11-M e insinuaba –sin concretar– complicidades que apuntarían al PSOE y a la inteligencia marroquí. En mayo de 2005 Rajoy le había dicho a Zapatero en el Congreso: "Usted traiciona a los muertos". Se refería a los esfuerzos del Gobierno para lograr el fin de ETA, un tema que encendía la retórica del PP de forma similar a como lo hacía la ley de memoria histórica.

Con el listón del rigor y la cortesía política en ese punto, el PP convirtió la reforma del Estatut en casus belli. El anticatalanismo es un viejo demonio español, tan inflamable como políticamente aprovechable. Los trabajos del Estatut se prolongaron durante dos años, hasta su aprobación en el Congreso en 2006, y proporcionaron munición de primera para Rajoy y los suyos, así como para los medios conservadores, que hicieron diana del "tripartito radical" que conformaban el PSC, ERC e ICV, cuyo principal objetivo sería romper España. El machaque era diario. La identidad catalana se colocó en primer plano, con la inclusión o no del término "nación" como reclamo para el titular. Al inicio de la reforma, el independentismo se situaba entre el 10% y el 15%. Hoy ronda el 40%.

El Congreso aprobó el Estatut con el apoyo de PSOE, CiU, IU-ICV, PNV y CC; se abstuvieron Nafarroa Bai y CHA, y votaron en contra PP, ERC –le sabía a poco– y EA. El apoyo de CiU se logró tras una intensa implicación de Artur Mas, mano a mano con Zapatero, que no había podido cumplir su compromiso de respetar el texto salido del Parlament. En efecto el Estatut aprobado por el Congreso había sido ya objeto de drásticas modificaciones. "Lo cepillamos como un carpintero", presumió Alfonso Guerra en un acto socialista tras la aprobación, desatando las risas de los asistentes. Guerra, que hoy defiende posiciones más duras aún que las del Gobierno, se regocijaba entonces de la gran cantidad de letras "negrillas" que tenía el texto final, siendo cada una un cambio de lo salido del Parlament. El tipo de gracieta que no sienta bien en Cataluña.

El PP abandonó toda diplomacia. Sobre un ambiente ya calentito –2005 habían sido las navidades del boicot al cava catalán–, culminó en abril de 2006 su campaña de recogida de firmas por toda España contra el Estatut, con Rajoy como gran protagonista. Fueron 4 millones de firmas, reunidas en una iniciativa que había permitido al líder del PP galvanizar a sus bases con mensajes que daban alas a las pulsiones anticalanistas de sectores de su electorado.

Hasta el actual líder del PP, Xavier García Albiol, admitió en 2015 que parte de la sociedad catalana "no entendió" aquella campaña y la vio como "una situación incómoda" o incluso "una cierta situación de ataque". Rajoy afirmaba en 2006 que el Estatut era "una reforma encubierta de la Constitución", y que por lo tanto debía someterse a referéndum en toda España con esta pregunta: "¿Considera conveniente que España siga siendo una única nación en la que todos sus ciudadanos sean iguales en derechos y obligaciones [...]?". En paralelo empezó a cuestionar la política lingüística en Cataluña por lo que a juicio del PP era una "imposición del catalán", un tema delicado que agradaba sobremanera a sus medios afines. En agosto, tras seis meses de controversia política, el PP presentó su recurso contra el Estatut ante el Tribunal Constitucional.

  La sentencia del Constitucional

Hay que detenerse en las fechas. El PP presentó su recurso después de que la ciudadanía catalana hubiera aprobado en referéndum el Estatut. Esto es clave.

El sí alcanzó el 73,9%, a pesar de que ERC y el PP pedían el no. Es cierto que la participación no alcanzó el 50%, pero también que Cataluña había hecho democráticamente suyo el Estatut salido del Congreso, por más "cepillado" que estuviera. El partido de Rajoy recurrió 114 de los 223 artículos, el preámbulo y 12 disposiciones. Se oponía a que Cataluña fuera reconocida como "nación" en el preámbulo; al "trato privilegiado" –según el PP– a la lengua catalana; a que haya "derechos y deberes distintos"; al Poder Judicial para Cataluña; a la distribución de competencias; al principio de bilateralidad; a las relaciones internacionales de Cataluña, a la financiación... En 2007 se aprobó el Estatuto de Andalucía, con aspectos de financiación y justicia similares que no fueron recurridos por el PP. Más leña a la caldera.

Cuatro comunidades y el Defensor del Pueblo también recurrieron. La sentencia salió tras cuatro largos años, durante los cuales el PP no había parado de moverse entre bambalinas. Federico Trillo, el entonces ariete del PP en la justicia, maniobró sin descanso. Desde que intentó sin éxito en el TC que el Estatut ni siquiera llegara a ser tramitado en el Congreso, no paró de moverse en los tribunales. Y siguió apretando tras el recurso. El PP ya había pedido en 2005 que se apartara al magistrado del TC Pablo Pérez Tremps por haber colaborado en los análisis previos al Estatut, pero sin éxito. No se rindió. Lo intentó una segunda vez en el verano de 2016. También intentó apartar a la presidenta, María Emilia Casas, con el argumento de que su esposo elaboró un dictamen vinculado al Estatut. Al PP no le salió bien con Casas, pero sí finalmente con Pérez Tremps, que fue apartado por 6 votos a 5. La Generalitat pidió que se apartara a Jorge Rodríguez Zapata por haber elaborado un estudio sobre el Estatut para la fundación Pi i Sunyer. No se aceptó.

Cuando en 2010 salió la sentencia, numerosos medios y responsables políticos la atribuyeron en parte a las maniobras de recusación del PP. El fallo anulaba 14 artículos, mantenía 27 con condiciones –eran constitucionales según cómo se interpretasen– y dejaba claro que el término "nación" carecía de eficacia jurídica. La vía del Estatuto como cauce para dar salida a las aspiraciones de autogobierno y reconocimiento de la identidad de la mayoría catalana quedaba cercenada. El texto había estado vigente cuatro años sin generar problemas institucionales, sociales o jurídicos, pero el empeño del PP contra el mismo había tenido éxito. Vista desde la perspectiva de hoy, la justificación que dio Acebes cuando el partido presentó el recurso resulta irónica. El PP, dijo su número dos, sólo pretendía "impedir un daño irreparable".

Un dato electoral: el PP arrasó en España en 2011 en municipales, autonómicas y generales. En Cataluña, la comunidad en la que es más débil, no pagó su campaña contra el Estatut. En las generales, pasó de 8 a 11 escaños en Cataluña. En las autonómicas de noviembre de 2010, con el fallo del TC aún fresco, subió de 11 a 18.

  El inmovilismo del Gobierno

A pesar de la fuerte detonación política que provocó la sentencia, la crisis económica era ya la prioridad absoluta del Gobierno, con poco margen para dispersar fuerzas. Cataluña podía esperar. La crisis ocupó todo el segundo gobierno de Zapatero y después fue el asunto central para Rajoy, que aterrizó en 2011 en La Moncloa con la promesa de "arreglar la economía en dos años". La idea de Rajoy siempre ha sido solucionar todos los problemas con una supuesta "salida de la crisis". No ha ocurrido así. La mejoría de los principales indicadores económicos no ha hecho retroceder al independentismo. Rajoy no ha adoptado medidas contundentes ante las múltiples señales de descontento social, ni tampoco ha hecho cesiones ni esfuerzos políticos apreciables ante los intentos de los representantes catalanes de cambiar la relación Cataluña-Estado.

En septiembre de 2012 Rajoy rechazó el pacto fiscal que le pidió el entonces presidente Artur Mas por ser "contrario a la Constitución", como si la misma no pudiera modificarse, y como si de hecho no recogiera ya estatus especiales para el País Vasco y Navarra. En Cataluña ha arraigado la idea del "portazo". Para entonces el referéndum se había incorporado al debate político, como una especie de advertencia velada. La senadora de CiU Montserrat Candini le afeó a Rajoy en una sesión en octubre de 2012 que no se atreviera a preguntar al pueblo catalán. El presidente le respondió: “A mí nadie me ha pedido un referéndum. El señor Mas me dijo que tenía que aceptar un concierto económico. Yo le dije: 'Hay que hablar'. Y él me dijo: 'No, acepta esto y si no traerá consecuencias'. Pocos días después me encontré con que convocaba elecciones"

Mas había hecho su particular análisis: con el "portazo" de Rajoy aún resonando, cada voto a CiU reforzaría a Cataluña frente a un Gobierno que no escuchaba. Su envite era ya independentista. Hablaba de "derecho de autodeterminación", rechazaba la posibilidad "humillante" de votar el pacto fiscal en el Congreso, invocaba la soberanía del "pueblo de Cataluña"... Pero había calculado mal. Había creído que podía capitalizar la masiva Diada independentista de 2012. Por eso adelantó elecciones para noviembre, con la vista puesta en una consulta soberanista a medio plazo. El electorado le dio un repaso. CiU ganó, pero perdiendo 12 escaños, un resultado que dejó en evidencia a Mas, más dependiente que nunca –hasta entonces– de ERC.

Mas volvió a escenificar un acercamiento a Rajoy en 2014. Acudió a La Moncloa con un memorial de agravios y 23 exigencias: financiación, infraestructuras, competencias, lengua y cultura... Nada de independencia. Rajoy no negoció a fondo sobre las mismas, si bien es cierto que Mas mantenía activado un plan independentista que el PP consideraba inaceptable. El relato del "portazo" se consolidó en Cataluña con el segundo no de "Madrid", que tampoco reaccionó tras la consulta no vinculante del 9-N de 2014, celebrada sin cobertura legal pero en la que votaron más de 2 millones de catalanes. Rajoy se comportaba ya como si no hubiera nada que hablar con el presidente de la Generalitat, dado que éste no abandonaba los planes independentistas. El muro estaba construido.

  La explosión de las Diadas

La sentencia del Estatut alentó una manifestación de cientos de miles de personas. Pese a los esfuerzos del president José Montilla (PSC), presente en la marcha, todas las crónicas acreditan cómo se convirtió en una manifestación por la independencia. "Somos una nación, nosotros decidimos", era el lema. Una chispa había prendido. Las encuestas empezaron a situar al independentismo por encima del 20%, pero lo cierto es que las Diadas de 2010 y 2011 aún contaban los manifestantes por miles. Pero en 2012 explotó. La manifestación, convocada bajo el lema "Cataluña, nuevo Estado de Europa", rondó el millón de asistentes. Y dejó la imagen, después tantas veces vista, de una desbordante riada humana vestida de esteladas en las calles de Barcelona.

El grito más repetido en 2012 no dejaba lugar a dudas: "In-inde-indepèndencia". Duran i Lleida, histórico referente del catalanismo moderado, fue abucheado. Los partidos nacionalistas, o al menos los partidarios de un referéndum, empezaron a patrimonializar la cita, determinante en la –errónea– decisión de Mas de adelantar las autonómicas.

Igualmente masiva fue la manifestación de 2013, la famosa "vía catalana", que mostró al mundo una cadena humana de más de 400 kilómetros. La tónica se ha mantenido de 2014 a 2017. Al margen de guerras de cifras, la Diada se ha consolidado como una manifestación anual multitudinaria por la independencia.

  Los brazos sociales del 'procés'

Es difícil saber con exactitud a qué se debe el enorme éxito de la Diada de 2012, aquel 11 de septiembre en que millones de españoles se dieron cuenta ante el televisor de que algo serio ocurría en Cataluña. Pero lo seguro es que fue la primera marcha convocada por la Asamblea Nacional Catalana, una organización nacida con la abierta vocación de dar la batalla política, social y cultural en pos de la independencia.

Con origen en la Conferencia Nacional por el Estado Propio de 2011, la ANC se constituyó en marzo de 2012. Carme Forcadell fue elegida presidenta, convirtiéndose en uno de los puntales del independentismo. De discurso apasionado, Forcadell hace uso frecuente de frases alusivas a la voluntad, la patria, el pueblo, el destino. "El PP no debería llamarse PP de Cataluña, sino en Cataluña. Son nuestros adversarios. El resto somos el pueblo catalán, los que conseguiremos la independencia", dijo en un mitin.

Forcadell se convirtió en 2015 en presidenta del Parlament, un cargo para el que se suelen buscar figuras de consenso. Fue la consagración de la ANC como actor central de la política catalana. Esta asociación ha sido crucial en la elaboración de redes de colaboración, en la organización del 9-N y del 1-O. Hace campañas a favor del sí. Recauda dinero. Vende merchandising. Organiza actos de apoyo a detenidos o imputados. Junto a Òmnium Cultural, conforma el brazo social del procés.

Òmnium tiene más trayectoria histórica. Nacida en los 60 –durante la dictadura–, ha trabajado históricamente por la lengua y la cultura catalanas, si bien actualmente está inclinada por una nítida defensa de la independencia. Guardiola es uno de sus socios con mayor repercusión pública. Notable influencia tiene también la Asociación de Municipios por la Independencia (AMI), con más de 787 ayuntamientos adheridos –de 948–, si bien no lo están la mayoría de los de mayor población. Constituida en 2011, AMI está liderada hoy por la alcaldesa de Vilanova i La Geltrú, Neus Lloveras (PDeCat).

Alrededor de estos referentes se articula una miríada de colectivos y organizaciones. Todo el conjunto constituye una de las claves de la fuerza social del procés.

Los presidentes de la ANC, Jordi Sànchez, y de Òmnium Cultural, Jordi Cuixart, son además dos de las figuras más visibles de la actual campaña de agitación social del independentismo. La Audiencia Nacional los ha puesto en el punto de mira. Este mismo viernes han acudido a declarar como imputados por un presunto delito de sedición, por su supuesta responsabilidad en actos insurreccionales, si bien la Fiscalía no ha solicitado de momento para ellos ninguna medida cautelar, a la espera de ampliar la investigación policial contra ellos.

  Puigdemont y la CUP

Los nombres propios no explican por sí solos los grandes fenómenos sociopolíticos, pero ningún gran fenómeno sociopolítico se explica sin nombres propios. El principal impulsor del actual proceso independentista es Artur Mas. Numerosos factores acabaron apartándolo –él no tiene claro que definitivamente– de la primera línea: la corrupción en su partido, antes llamado CiU y ahora PDeCat, los recortes que aplicó al principio de su primer mandato (2010-2012)... No hay que olvidar que en junio de 2011 Artur Mas, el mismo al que probablemente una colecta popular le pague la multa por el 9-N, entraba en helicóptero al Parlament para evitar un asedio a la sede del legislativo catalán. El procés ha tenido el efecto colatoral de arrinconar el debate social y cambiar el foco de la protesta.

TV3 difunde íntegra la entrevista a Puigdemont con la frase suprimida sobre la independencia

TV3 difunde íntegra la entrevista a Puigdemont con la frase suprimida sobre la independencia

Pero parte de la izquierda no olvidó los pecados originales de Mas. Tras la insuficiente victoria de Junts Pel Sí (PDeCat + ERC) en 2015, su investidura dependía de la CUP, un partido de izquierda asamblearia, anticapitalista, independentista, de un radicalismo que no se acompleja ante los cánones institucionales de lo que sus dirigentes llaman la "democracia liberal burguesa". La antítesis de Mas. Los promotores del procés presionaron a la CUP para que sacrificara sus remilgos y aupara a Mas. El bien mayor debía ser la independencia. La CUP lo puso en manos de sus bases. Y el resultado fue de empate a 1.515 votos, dando lugar a todo tipo de sospechas. Finalmente la CUP puso el pulgar mirando al suelo y Mas cayó.

Llegó a la presidencia el alcalde de Girona, Carles Puigdemont (PDeCat). A diferencia de Mas, es independentista de toda la vida. Las aproximaciones a su trayectoria y carácter describen a un dirigente convencido de que Cataluña merece y necesita librarse de España. Hasta ahora no le ha temblado el pulso, ni ha dado síntomas de que su hoja de ruta independentista sea una coartada para un fin distinto, por ejemplo de tipo económico.

Cuando ha amagado con levantar el pie, se ha topado con la CUP, que marca el paso al Govern, al tiempo que ha subordinado sus planteamientos sociales de izquierdas para mantener vivo el procés. Cualquier paso atrás, duda, vacilación o retraso en la hoja de ruta será denunciado por responsables de la CUP como Anna Gabriel o Carles Riera, que este mismo viernes advirtió: "No aceptamos traiciones". También por David Fernández, referente moral del partido. Rara vez una formación con tan escaso peso electoral (336.375 votos, un 8,2%) tiene tanto que decir en una crisis de Estado.

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