Cuando queríamos ser indios Aroa Moreno Durán
Creo que lo bueno de ir haciéndote mayor, de cumplir años, de tener ya unos hijos casi, casi adultos, es que eres plenamente consciente cuando hay momentos que se van a quedar para siempre en tu memoria… y en la suya. Cuando eres capaz de, en ese momento, registrar en tu cabeza que esas risas encima de la cama, los cuatro, una tarde cualquiera, será uno de esos recuerdos deliciosos para ellos y para ti.
Cuesta una barbaridad aprender a dejarles de ver como niños y aceptar que ya son dos adultos. Por mucho que sigan en casa, por mucho que sigan compartiendo contigo el día a día. Ya no son esos dos peques que sólo querían ir al parque por la tarde, que jugaras con ellos y que los llevaras a ver la última película al cine. Ya no hay que acostarlos, en realidad, tú te vas mucho antes que ellos a la cama.
Ya no lo son y, aunque a veces la nostalgia te quiera jugar una mala pasada, asumes que esta etapa es también maravillosa. Y aprendes a disfrutarla, con todos sus cambios, con todas sus ausencias. Sabes ver que todo lo que hiciste antes valió la pena. Pero cuesta, cuesta una barbaridad.
Cuesta una barbaridad aprender a dejarles de ver como niños y aceptar que ya son dos adultos
Y el teléfono en esto no ayuda. Esas fotos que, de repente, porque sí, aleatoriamente, sin preguntarte, aparecen en tu pantalla son como un pinchazo en el corazón. “El teléfono me recuerda esta foto…” es el mensaje que añades al grupo familiar cuando la rebotas. Y puede sonar a casi reproche. “¿Por qué crecisteis? ¿Quién os dio permiso para haber dejado a ese niño con mofletes atrás?”… Así que, últimamente, he inventado un juego. “¿Quién adivina cuándo y dónde hicimos esta foto?” y así, la nostalgia, que sigue estando ahí, pellizcándote un poco en el estómago y en el alma, se intenta disfrazar de otra cosa.
Pero volviendo a lo de antes. He aprendido a saber identificar esos momentos que van a ser recuerdos en el futuro y que son refugio ahora de un mundo que, ahí fuera, es cada vez más hostil y más incomprensible. Y, quizás por eso, he aprendido a saborearlos aún más. A darles al pause y quedarme con cada detalle, con sus risas, con sus abrazos, con los olores… porque sé que, en nada, esa cama en la que apenas cabíamos los cuatro una tarde de esta semana, estará vacía. Ya no estarán y yo les echaré mucho de menos.
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