¿Qué te puedo dar?

Un soldado, vestido de uniforme militar, aparece bailando. Se llama Anatoly Stefan, es ucraniano y, cada día, desde el campo de batalla, cuelga vídeos en una red social para que sus hijas y su mujer sepan que está vivo.

Al ver las actuaciones musicales de Anatoly en TikTok, llenas de ritmo y humor, muchos se han acordado de Guido, el personaje con el que Roberto Benigni nos encogió y nos ensanchó el corazón, a partes iguales, en el oxímoron emocional inolvidable que llevó al cine en 1998.

Aquel padre italiano que, a través de la fantasía y el humor, consiguió que su hijo viviera feliz en un campo de concentración nazi, hasta el final, era el paradigma del payaso, aquel que hace reír a los demás, sonriendo por fuera, aunque se esté muriendo por dentro. Pero era, sobre todo, el ideal del padrazo: el que lucha porque sus hijos vivan en el mejor mundo posible.

En estos días, todas las imágenes son terribles, pero las miradas de los niños, que no entienden nada de lo que está pasando, son devastadoras. Y las de sus madres y sus padres, impotentes ante un desastre de tales dimensiones, también.

El viernes, en algún informativo —perdonen que no recuerde cuál, voy saltando con el mando a distancia de uno a otro, como si caminara por campos minados, tratando inútilmente de huir de una realidad ineludible— un pequeño detalle me hizo desconectar del testimonio de la mujer que hablaba y construir en mi cabeza mi propio relato.

Una madre bajaba con su hijo, de unos dos años, a un sótano. Era un ejemplo de la maniobra diaria que tantos ucranianos llevan a cabo para ponerse a salvo de los bombardeos. El detalle al que me refiero es aparentemente frívolo pero en él se me antojó percibir una señal con profundo significado: la mujer llevaba los ojos pintados.

En cualquier otro contexto no me habría fijado en aquella minucia, pero en medio de este desastre sí. Porque aquel eyeliner, que había sido estampado a toda prisa, me hizo pensar en una madre que trata de tener “buena cara” para no asustar más a su pequeño.

Los niños ven el mundo reflejado en los ojos de los adultos que los cuidan y los protegen. De pequeños, a través de la retina de nuestros padres, de nuestros abuelos, de nuestros tíos, percibimos las pistas del peligro incluso antes que en la nuestra. Por eso tiene tanta fuerza el baile de Anatoly, por eso pienso en unos ojos de madre asustada tratando de ocultar su miedo, una madre que se maquilla por amor, para maquillar el horror.

Mi abrazo para todas esas madres y padres que se sienten impotentes ante una crueldad sin sentido. Seguro que, sin saberlo, sin conocer siquiera la canción de Víctor Manuel, estáis tarareando mentalmente su lamento: “¡Qué te puedo dar que no me sufras!”

Hay una frase de una canción de Víctor Manuel, La madre, que jamás logro recordar sin llorar. La historia que escribió el compositor asturiano no tiene nada que ver con la guerra, habla de una enfermedad, la adicción a las drogas, y habla, sobre todo, de la desesperación de una madre por sacar a su hijo de ese infierno. Pero en estos días, cada vez que veo a esos niños ucranianos llenos de terror o con cara de no entender lo que está pasando, se repite incesantemente aquella frase en mi cabeza. 

Mi abrazo para todas esas madres y esos padres que se sienten impotentes ante una crueldad sin sentido. Seguro que, sin saberlo, sin conocer siquiera la canción de Víctor, estáis tarareando mentalmente su lamento: “¡Qué te puedo dar que no me sufras!”. 

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