Cuando queríamos ser indios Aroa Moreno Durán
La adicción a los escándalos nos reúne a todos en torno a la pantalla, pero es incomprensible que también haya sucedido con el fallo del Supremo sobre el caso del fiscal general. La algarabía revolucionada que ha suscitado su condena parece cosa de ciencia ficción o fantapolítica, porque la templanza y paciencia que ha exhibido el Tribunal Supremo no solo ha sido ejemplar, sino encomiable. En lugar de apreciar precipitadamente los testimonios de periodistas que se dedican a buscar papeles donde no deberían, han tenido la santa paciencia de atenderlos. Darles la palabra, no interrumpirles y escuchar impertérritos que al menos seis de ellos, y entre ellos firmas tan rotundas como José Manuel Romero y José Precedo, disponían del email de marras, o del contenido del email cuya revelación indebida ha condenado a Álvaro García Ortiz, es una exhibición de entereza y sentido de la responsabilidad al alcance de pocos cuando ya sabíamos que el instructor de la causa había desestimado sus testimonios por falta de credibilidad y porque se atuvieron a su derecho constitucional a preservar el secreto sobre sus fuentes.
No se puede negar que actuaron de acuerdo con la Constitución, pero también es lógico que el Supremo se sintiese descontento con semejante conducta en la medida en que sus testimonios cuestionaban la hipótesis central de que había sido el fiscal general quien filtró el email. Bien está que quisieran refugiarse casquivanamente en la Constitución, pero eso no significa que fuesen a salirse con la suya y hacer creer a los españoles que tenían esa información horas y hasta días antes de la supuesta filtración. Eso es un evidente exceso de celo de los periodistas, primero por trabajar demasiado y demasiado bien, y segundo por llevar el respeto a la Constitución a un extremismo claramente radical. Mejor no dar pábulo desde un altísimo poder del Estado a una profesión que todos sabemos cómo las gasta, y desde luego mejor mantenerlos a raya.
De hecho, el escándalo, o la afición al escándalo del español, se supera por otro lado. Algunos se sienten tentados a creer que la velocidad fulgurante del fallo que comunica la condena respondía a un sentido extremo de la probidad y del buen hacer. Incendiarios y otros parásitos del buen orden han llegado a creer en una intencionalidad política en el día y en el sentido de la sentencia, simplemente porque coincide con un 20N más de los muchos que llevamos ya viviendo. ¿No estaremos exagerando la susceptibilidad? ¿Por qué habrá de haber nada parecido cuando se cumplen 50 años de la muerte de Franco?
Aquí estamos hablando de arte, donde desde luego rigen otro tipo de normas, y en este caso el arte en que resultan eximios es el arte del poder. Y poder, desde luego que pueden
De hecho, y bien mirado, tiene algo de liberador que la atención mediática que demanda el fallo nos libere de una inmerecida matraca sobre una cosa tan tonta como una cifra redonda. A nadie se le escapa que esas convenciones son artificiales y que la muerte de Franco se puede recordar sin más cada día, sin que tenga que venir un gobierno a desplegar una panoplia de actividades en un frenesí incontrolado, donde se cuelan incluso voces que no se limitan a conmemorar sino que pretenden incluso celebrar una muerte y la llegada de la primera condición para que algo empezase a cambiar hace medio siglo, es decir, la desaparición física de Franco. Por eso se llamaba entonces, y discretamente, el hecho sucesorio. No deja de ser un alivio, la verdad, poder ocuparse estos días de cosas de enjundia y gravedad, como la filtración de un email que delataba el reconocimiento de un fraude a Hacienda por parte del novio de Ayuso. ¿Y quién no ha cedido alguna vez alguna bagatela por amor? ¿Quién no se ha sentido inspirado hasta más allá de cualquier límite o regla cuando el amor interviene?
Y eso me recuerda de paso que el asesor de cabecera de Ayuso, y jefe de gabinete, Miguel Ángel Rodríguez, es quien arrancó esta historia difundiendo una mentira directa y llana a algunos medios, y algunos medios la publicaron, debidamente obsequiosos y diligentes. También es un poco extraño el ensañamiento contra un jefe que se limita a defender a capa y espada a su jefa, y otra cosa es lo que hagan los demás, algunos periodistas, algunos jueces, con información probadamente falsa. Él hace su trabajo con el esmero tremendo que se le conoce y los demás parecen actuar en consecuencia. Además, pudiéramos estar ante el triunfo definitivo de una nueva pareja artística, MÁR y Marchena o Marchena y MAR, hay dudas todavía al parecer sobre la marca, dada su creatividad profesional y su aptitud para hacer lo que solo los elegidos están llamados a hacer, es decir, romper las reglas del propio oficio artístico, un poco como Rosalía, que según los expertos lo ha roto del todo en su nuevo disco.
¿Y quién dice que no es esta pareja la que de veras se ha atrevido a ir más allá de todo decoro conservador, apegado a las viejas costumbres, y lanzarse al nuevo aventurerismo que en tantos lugares prospera? ¿Quién ha dicho sobre mármol de Carrara que a un fiscal general no se le pueda condenar sin pruebas pero con indicios? Sí, es la sexta autoridad del Estado pero, desde las nuevas reglas, ¿esto qué significa exactamente?
Quizá es solo una feliz fabulación mía inducida por el asombro de sus cabalgadas triunfales en medios y tribunales. Que romper las reglas socava la democracia puede ser un argumento atendible, de acuerdo, pero aquí estamos hablando de arte, donde desde luego rigen otro tipo de normas, y en este caso el arte en que resultan eximios es el arte del poder. Y poder, desde luego que pueden.
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Jordi Gracia es filólogo, catedrático de Literatura Española en la Universidad de Barcelona, ensayista y codirector de TintaLibre.
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