Cuando queríamos ser indios Aroa Moreno Durán
Hay decisiones que pueden parecer pequeñas, casi tipográficas. Una vocal aquí, una terminación allá. Y, sin embargo, cuando en una redacción se decide cómo nombrar a una mujer que ocupa un puesto de poder, esa “pequeñez” deja de serlo para convertirse en una acción política. Porque una redacción no solo ordena hechos, ordena el mundo a través de lo que cuenta y de cómo lo cuenta. La decisión de infoLibre de llamar fiscala a la nueva fiscala general del Estado pertenece a esa familia de gestos que, por modestos que parezcan, intervienen en la arquitectura simbólica de lo real.
No estamos ante una ocurrencia terminológica, es una toma de posición sobre quién puede ser nombrada, cómo y desde qué lugar de autoridad. Porque la lengua no es un simple almacenamiento de palabras. Es, como diría Pierre Bourdieu, un mercado donde se fija qué registros valen, qué voces cuentan, qué sujetos son reconocibles. Y ese mercado tiene historia y jerarquía: ha funcionado, durante siglos, desde una premisa tácita según la cual el masculino es la norma y el femenino su derivación.
Las resistencias que se disfrazan de pulcritud lingüística lo hacen generalmente parapetadas tras élites (masculinas) que se perpetúan gracias a las relaciones (masculinas) de poder. La queja contra el uso del femenino profesional suele presentarse como defensa de una lengua “pura” –que, por cierto, nunca existió– o como respuesta a las “modas” feministas. Pero a cualquiera que esté en el mundo le cuesta entender que lo que verdaderamente moleste a algunos sea la palabra y no la evidencia que esa palabra trae consigo: que las mujeres han entrado en espacios donde no estaban previstas y donde, a menudo, no son bienvenidas.
Cuando decimos fiscal para un hombre y fiscal para una mujer, no estamos practicando una igualdad pulcra; estamos sosteniendo la idea de que el masculino es el estándar y el femenino una excepción a tolerar. Es economía patriarcal del lenguaje para perpetuar un patrón heredado. El masculino genérico no insulta, no grita, no golpea, pero opera con precisión quirúrgica en el arrinconamiento femenino. Cada vez que una profesión se nombra sólo en masculino cuando es ejercida por una mujer, el idioma imprime un mensaje de fondo: esta mujer ocupa un puesto pensado para un hombre.
Por eso, decir fiscala corrige algo elemental: si hay una mujer al frente, el lenguaje debe dejar constancia de que es así. No para encerrarla en el género, sino para reconocer que el género ha sido, históricamente, el muro de entrada. La palabra fiscala rescata a la mujer de un lugar prestado y la saca de la posición de intrusa. Lo que hace es romper una costumbre que el idioma había naturalizado. Y la costumbre, cuando es patriarcal, no es tradición, es disciplina.
La propuesta de Teresa Peramato como fiscala general del Estado se ha producido precisamente, y no por casualidad, un 25N, fecha que cae como una losa del calendario en un momento especialmente turbio. El Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres es un recordatorio de que la violencia tiene raíces culturales, económicas, políticas y simbólicas. También lingüísticas. Las mujeres siguen siendo asesinadas, agredidas, acosadas, precarizadas, igual que siguen siendo discutidas, tuteladas, desautorizadas. Y cada vez asistimos con menos sorpresa a una especie de normalización del retroceso: se reabre el debate sobre derechos ya conquistados, se relativiza la violencia machista llamándola “problema social”, se cuestiona la educación sexual o afectiva, se sugiere que el feminismo “exagera”. La reacción al avance de las mujeres ya ni siquiera se disimula, es parte de ese nuevo espíritu rebelde.
Las resistencias que se disfrazan de pulcritud lingüística lo hacen generalmente parapetadas tras élites (masculinas) que se perpetúan gracias a las relaciones (masculinas) de poder
Programas de radio, ciclos culturales, conferencias universitarias en las que el varón vuelve a ocupar el centro sin ni siquiera la coartada de la ignorancia. Y no es algo anecdótico. Cuando no hay mujeres en una mesa, esa mesa manifiesta que la autoridad sigue siendo masculina. Que la conversación seria les pertenece a ellos. La vieja división sexual del conocimiento vestida con un disfraz contemporáneo –ellos piensan el mundo, nosotras lo experimentamos–, y una pedagogía de la ausencia, al fin y al cabo. Una violencia persistente que nos relega a la periferia del discurso y con ello desactiva nuestra autoridad social. De ahí que el feminismo haya insistido tanto en la representación, entendiendo representación no como cuota estética, sino como reconocimiento epistemológico.
Que en la serie Anatomía de un instante, basada en el libro homónimo de Javier Cercas, la presencia de mujeres sea accesoria es un síntoma de cómo seguimos narrando los momentos fundacionales de la democracia. Un relato de la Transición —del poder, del riesgo, de la Historia— que prescinde de mujeres o las reduce a mero decorado reafirma una idea antigua y peligrosamente vigente: que lo político, las grandes decisiones, ocurren donde las mujeres no están.
La cultura es una forma de pedagogía emocional y política, crea un imaginario colectivo y es una poderosa fábrica de sensibilidad. Cuando una obra de esta categoría deja fuera del centro narrativo a las mujeres (aunque algunas sí lo ocuparan en la realidad), contribuye a moldear quién puede ser entendido como sujeto histórico y nos deja sin claves para pensar la experiencia femenina como parte de lo importante. No es un elemento menor que esta serie se presentara, además, en el Congreso de los Diputados, con presencia del presidente del Gobierno.
Sería ingenuo separar todas estas cosas del ecosistema mediático que las produce. La escasísima presencia de mujeres directoras de medios es un dato que no debería pasar desapercibido. Porque la dirección de un medio no es un puesto administrativo, es el lugar desde el cual se organiza el sentido público (común, si prefieren). Quien dirige decide qué es noticia y qué no, desde qué marco interpretativo, con qué léxico.
En este contexto, la decisión de llamar fiscala a la nueva fiscala general del Estado es coherente y necesaria. No como gesto aislado, sino como parte de un hilo. Un hilo que va del lenguaje a la representación, de la representación al poder y del poder a la vida material de las mujeres. Un gesto que dice que la autoridad no tiene género natural, aunque la tradición la haya masculinizado; que la lengua no puede seguir funcionando como notaria de un orden que excluye; que el periodismo, en fin, no es solo relatar lo que ocurre, sino disputar el marco en el que ocurre.
En tiempos de retroceso, cada gesto cuenta porque cada gesto configura la atmósfera. La atmósfera en la que después se tolera —o no— una mesa sin mujeres. La atmósfera en la que un relato sobre la Transición puede prescindir de nosotras sin que pase nada.
Hay quien dirá que esto es distraerse en lo secundario. Que decir fiscala no cambia la realidad. Pero es justo al revés: lo secundario es el método preferido de la dominación, porque no lo vigilamos. La realidad se compone de capas. El machismo no se sostiene sólo por leyes injustas o violencias explícitas, se sostiene por miles de decisiones diarias que determinan quién aparece, quién habla, quién nombra, quién es nombrada. Cambiar la realidad exige intervenir también en esas capas. Empezar por una palabra no es poco: es hacerlo por el lugar exacto donde el mundo adquiere forma.
En infoLibre diremos fiscala porque es correcto, porque es justo y porque ilumina lo que otros prefieren mantener en penumbra. Y lo diremos sabiendo que cada palabra cuenta no por sí sola, sino por la red de significados que activa. Nombrar es tomar partido, y no hay periodismo digno de ese nombre que consienta seguir borrando a la mitad de la sociedad. Las mujeres no somos una nota a pie de página en la historia del poder. Somos parte de él. Y exigimos, también, la gramática que así lo represente.
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Mujer, metapoesía, silencio
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