Torrejón, un modelo mortal Pilar Velasco
Arde España por los cuatro puntos cardinales, de forma física, trágica, convirtiendo en cenizas árboles, escuelas y hogares. Hay muertos, heridos graves, miles de personas que jamás volverán a ver alrededor el paisaje que marca su identidad. El fuego ha obligado a desalojar a 1.700 vecinos en mi tierra leonesa en Las Médulas, Patrimonio de la Humanidad; a más de 5.500 en las últimas horas un poco más al sur, junto a Zamora. Las llamas han exigido evacuar a más de 2.000 personas en mi también amada tierra gaditana, en Tarifa. Los operativos antiincendios desalojaron en Madrid, en el municipio de Tres Cantos, las urbanizaciones de Soto de Viñuelas y Fuente el Fresno. Los bomberos y la UME batallan en Asturias, en Navarra, en Extremadura… Suma y sigue. Se repiten los testimonios que denuncian dramáticas obviedades: no ponemos recursos para prevenir en invierno lo que en verano no tiene ya remedio. Las sanciones a pirómanos no son disuasorias. En los montes tupidos de la España despoblada falta gente, falta ganado, faltan forestales, falta sobre todo voluntad colectiva para evitar el desastre. En la España superpoblada falta sentido común para aceptar la cruda realidad del cambio climático y la evidencia de que depende sólo de nosotros frenar la devastación del planeta. En la gestión política sobra gente sin pudor ni vergüenza, como el responsable de Medio Ambiente de la Junta de Castilla y León, ese tipo que un día después del inicio del desastre en Las Médulas prefirió acudir a Asturias a una comilona de compromiso: “Tenemos la mala costumbre de comer; comer es una obligación para estar en condiciones”, dijo, presuntamente divertido, Juan Carlos Suárez-Quiñones (anoten el nombre, y si vuelven a votarlo en alguna lista electoral, serán ustedes cómplices de un desalmado y –probablemente– un gilipollas. Ver aquí).
Arde España en cada festejo juvenil, botellón improvisado o verbena popular. Imberbes que no habían nacido en 1975 gritan –a veces haciendo el coro a sus padres– “¡Pedro Sánchez, hijo de puta!”, o cantan el Cara al sol brazo en alto como si fuera el Bella ciao del siglo XXI. Entonan (sin conocer siquiera la espantosa rima de gato con zapato de ese himno falangista) un cántico fascista como emblema de rebeldía imitador de aquel verdadero canto italiano a la resistencia frente al fascismo. Es el resultado de un adoctrinamiento muy bien financiado para renegar de un axioma impepinable: no se puede ser demócrata sin ser antifascista. Ya no, ahora el punto moderno y rebelde está en la almendra fascista de toda la vida: deshumanizar al adversario político hasta provocar su destrucción personal y colectiva. Lo que durante años se ha sembrado en las redes y en medios y pseudo medios digitales (o no) se recoge ahora en forma de odio sólido y concreto trasladado a la calle, al prado del Xiringüelu recién festejado en Asturias. O a las discotecas de Jávea o de El Puerto de Santa María o de Sancti Petri, la letra es sencilla: “Pe-dro-Sánchez-Hi-jo-deputa”. No son irresponsables de todo esto los dirigentes del Partido Popular que no se cansan de alimentar al monstruo de Vox, todo vale para “echar” al Gobierno de coalición. Y si Sánchez acaba en la cárcel, mucho mejor (Aznar vuelve a empujar –ver aquí– y nunca faltan jueces dispuestos a forzar instrucciones “creativas”).
Arde España en cada sobremesa de familia numerosa, en cada reunión de amistades veraniegas, en cada reencuentro con compañeros del colegio o la universidad. La discusión termina reduciéndose al maldito ventilador y el “y tú más”. Los mismos que tiran piedras al televisor (sin perderse un solo debate acalorado) lanzan improperios más que argumentos, e insultos más que datos. Y si el intercambio se concreta demasiado, por ejemplo en un proceso judicial alucinógeno como el del juez Peinado contra Begoña Gómez o el del magistrado Hurtado contra el fiscal general… cuando ya no hay cómo justificar los dislates, se cambia de tema o conversación, para deslizar finalmente el clásico broche castizo del “algo habrá…” Y lo de Montoro ya tal… no me vengas con el ventilador. Da igual que intentes explicar que el caso Montoro es mucho más que un caso de corrupción; hablamos de una privatización de la democracia para someterla a los intereses de grandes empresas. No se trata de una batalla entre siglas, partidos o posiciones ideológicas tan distintas como legítimas. Se trata de asumir que existe desde hace mucho tiempo un pulso entre demócratas y antidemócratas, estos últimos desatados tras la revolución digital gracias a la comunión de objetivos con los multimillonarios de Silicon Valley, siempre dispuestos a actuar como mecenas de bárbaros como Trump, Milei o Bolsonaro, a su vez dispuestos a rebajarles los impuestos hasta el nivel cero. Que peleen los penúltimos con los últimos mientras la clase media se empobrece y el 1% absorbe cada año más riqueza colectiva sin apenas contribuir a la caja común. Que se muera el Estado del bienestar, un invento de rojos peligrosos como los socialdemócratas y los democristianos que lo idearon tras la segunda guerra mundial en Europa como el mejor motor de progreso y el más sólido muro contra cualquier otra guerra. Andan hoy todos estos lumbreras alimentando la guerra de Ucrania y el genocidio de Gaza como si no existiera solución alguna a un conflicto que no pase por el asesinato y el hambre.
En los últimos siete días he contado hasta 53 insultos a miembros del Gobierno o a sus socios parlamentarios en columnas de opinión de El Mundo, ABC y La Razón (pregunté a ChatGPT y no encontró ninguno, aunque respondió que lo de “Pedro Sánchez, hijo de puta” se escucha cada vez más “en eventos públicos”
Arde España en las pantallas y en el papel (o los restos que de él aún quedan). Mantengo en vacaciones la viejuna costumbre de reducir al mínimo el uso de pantallas y desayunar acompañado de tres o cuatro diarios en papel (siempre añado uno local o regional, ya me encuentre en Asturias, en Sahagún o en Rota). Me someto a una dieta plural que considero obligada y enriquecedora. O lo era. Cada verano resulta más difícil sostenerla. No sólo por la dificultad de encontrar puntos de venta (que también), sino sobre todo porque muchas de las portadas que uno se echa a los ojos contienen burdas manipulaciones de la realidad al servicio de los intereses ya citados. Tengo amigos que se niegan a navegar por internet o a conocer voces digitales que intentan cumplir con transparencia y honestidad el oficio de informar. En los últimos siete días he contado hasta 53 insultos a miembros del Gobierno o a sus socios parlamentarios en columnas de opinión de El Mundo, ABC y La Razón (pregunté a ChatGPT y no encontró ninguno, aunque respondió que lo de “Pedro Sánchez, hijo de puta” se escucha cada vez más “en eventos públicos”). Así que no puede extrañar que sus puntos de vista estén condicionados por esas cabeceras del periodismo impreso, por no hablar de grandes cadenas privadas de televisión que les inyectan de forma (un poquito) más sofisticada las mismas dosis de odio contra las mismas ideas y representantes a quienes gritan las citadas manadas de jóvenes en los festejos del verano.
Esta es la cruda realidad de una España incendiada y fracturada. Se equivoca (creo) la derecha presuntamente democrática cuando no termina de ofrecer más proyecto de país que el que cede una y otra vez al discurso y los objetivos de la extrema derecha nacionalpopulista. Y se equivoca la izquierda si cae en la melancolía, en su tendencia vivípara o en un debate absurdo y autodestructivo entre puristas y malmenoristas. Esto ya no va de siglas políticas, ni de cabeceras periodísticas, ni de firmas ilustres o influencers sagaces. Se trata de un pulso entre la democracia y otra cosa que no termina de definirse pero cuyas líneas más visibles dejan claro un intento de patrimonializar el Estado por parte de elites políticas, económicas, judiciales y mediáticas. Que el calor no nos confunda: si centenares de nombres de muy diferente condición y oficio hemos firmado un manifiesto apoyando que continúe la legislatura (ver aquí) no es porque debamos absolutamente nada a quienes hoy gobiernan, sino porque consideramos una obligación cívica defender que nadie acceda al poder si no es con los instrumentos democráticos que nos hemos dado. Insisten tan machaconamente en lo del “pesebrismo” o el “buenismo” que cabe sospechar que estos numerosos críticos (ver, por ejemplo, aquí o aquí) quizás aspiren a no sé qué prebendas futuras en cuanto gobiernen Feijóo y Abascal, o quizás simplemente actúen como los malotes de la clase, los pirómanos de una España en la que se creen “César o nada”, no me atrevo a augurar si al estilo de Maquiavelo o al de Pío Baroja.
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