Breve historia de la mentira

La prensa moderna surgió en los siglos XVII y XVIII y la enunciación de la ética periodística y la profesionalización del oficio, en el siglo XX; y eso explica casi todo.

La prensa no nació como un contrapoder sino como un agente del poder para su afianzamiento. Fueron, por una parte, el poder monárquico y eclesiástico y, por otra, las nuevas facciones y partidos burgueses los que patrocinaron el nacimiento de los periódicos, no como crónica de la realidad y tablón de avisos, sino como instrumentos de creación de opinión. Es decir, el periodismo moderno es un producto derivado de la propaganda y no al revés. Es algo obvio y que a la vez se pasa por alto, como que la magia y la superchería son los antepasados de la medicina moderna, y no una perversión de esta. 

La intuición fue anterior al cálculo, como la arbitrariedad fue anterior a la justicia, lo cual, a la vez que desmantela cualquier pretensión de linaje honorable, revela que la segunda ley de la termodinámica o principio de entropía casi nunca opera para los asuntos humanos. Los panfletos y libelos fueron anteriores a la prensa cortesana y de partido y esta a su vez anterior a la prensa comercial.

Y tampoco la llegada del negocio periodístico abonó la consecución de estándares de veracidad en el sector. El siglo XIX hizo famosos los nombres de dos grandes figuras del periodismo moderno, William Randolf Hearst y Joseph Pulitzer, paradójicamente famosos por sus mentiras y por el exitoso cultivo del amarillismo. En 1835, se produjo el episodio conocido como The Great Moon Hoax (“La gran mentira de la luna”, antecedente de lo que Orson Welles haría en la radio cien años después con su adaptación de La guerra de los mundos, de H. G. Welles), uno de los episodios más célebres del periodismo estadounidense del siglo XIX, una mentira deliberada, publicada por The Sun de Nueva York, que hizo historia no por su sofisticación, sino por su éxito y su descaro fabulador. Seis artículos publicados entre el 25 y el 31 de agosto afirmaban que un famoso astrónomo británico, John Herschel (un científico de prestigio que nunca participó del montaje), usando un telescopio gigante en el Cabo de Buena Esperanza (Sudáfrica), había descubierto que en la luna había bosques, ríos y lagos, animales fantásticos como unicornios, castores bípedos y aves fluorescentes, y hombres-murciélago que vivían en una civilización avanzada, con templos y arquitectura. Las ilustraciones con las que The Sun acompañó sus informaciones, mostrando paisajes paradisíacos, y el lenguaje científico y solemne causaron sensación.

Aunque nunca se confirmó, se atribuye la iniciativa al redactor Richard Adams Locke, cuya pretensión no era engañar a los lectores sino satirizar la credulidad del público y burlarse de ciertos discursos pseudo-científicos y religiosos muy en boga en la primera mitad del XIX. Pero el público lo creyó y The Sun duplicó sus ventas. Lo curioso es que cuando se descubrió que todo era una invención, no hubo escándalo ni castigo y de hecho la revelación fortaleció al periódico como una marca innovadora. 

La mentira pública no es un fruto degradado del periodismo sino su madre. Iker Jiménez y su carromato de hombres fenómeno no son pues una aberración del periodismo sino un eslabón perdido, un resto premoderno del oficio

La mentira pública no es pues un fruto degradado del periodismo sino su madre. Iker Jiménez y su carromato de hombres fenómeno no son pues una aberración del periodismo sino un eslabón perdido, un resto premoderno del oficio. Asumir esta bastardía de un árbol genealógico incontrovertible es una buena manera de aproximarse al oficio con menos humitos y también –y esto es lo relevante– de no dejarse consumir por el pesimismo cuando parece que la falacia grosera se convierte en un mecanismo consuetudinario en el ágora pública. 

Lo estrictamente contemporáneo es la sencillez con la que una mentira puede ser desmontada con mecanismos de comprobación y contraste al alcance de cualquiera. Lo pudimos ver en los últimos diez días con los hechos de Torre Pacheco, a la vez que verificamos, una vez más, que las mentiras no son creadas, difundidas y creídas por error sino por militancia, con lo que los desmentidos nunca tienen efectos relevantes. Y sin embargo, el periodismo se personó mayoritariamente en Torre Pacheco con la intención genuina de construir un relato responsable y honesto sobre unos disturbios que habían sido fabricados para él, para que trasladara una visión apocalíptica de la convivencia.

En esa honestidad, abundante frente al activismo de los fabricantes de conflictos portadores de micrófonos, activistas del fin del mundo, radican los motivos para un comedido optimismo. Albert Camus dijo que "la grandeza del hombre está en haber decidido ser más que su condición", de modo que quizá asistimos a los tímidos brotes de grandeza del periodismo, a una dignidad postrera, que no reside en lo que ha sido sino en lo que, en tiempos de intrigantes y fariseos, sigue intentando ser.

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