Bárbara Lennie y Antonio de la Torre son ‘Los Tigres’ en la película más emocionante de Alberto Rodríguez
Leer durante la infancia a Emilio Salgari es, más o menos, tan imprescindible y peligroso como leer a Julio Verne. Imprescindible por cómo abre los ojos prepúberes a la posibilidad de un mundo inabarcable de maravillas por desentrañar, exótico y cercano a un tiempo. Y peligroso porque esta experiencia de lo sublime —de la aventura sublime, del escapismo primigenio— está condenada en mayor o menor medida a anticipar una decepción. Difícilmente quienes leen a Salgari y a Verne se expondrán en algún momento a peripecias parecidas en el mundo real. Es probable que las olviden incluso, y es probable que sea mejor así: de este modo se podrá ahuyentar la melancolía.
Es complicado que la madurez de cualquiera de nosotros se asemeje al romanticismo trágico de Emilio de Roccanera, también conocido como el Corsario Negro. Aún más que alumbre la energía y heroísmo de un Sandokán: aquel Tigre de Malasia en cuyas aventuras marítimas, aunque entonces no lo detectáramos, el italianísimo Salgari había querido introducir un sorprendente sentimiento anticolonial. Una rebeldía conjurada contra amenazas abstractas —la crueldad, la avaricia, la autoridad— que se irían concretando con el paso de los años, resultando ser aún más peligrosas de lo que parecía. Sandokán y el Corsario Negro, a poca distancia del Capitán Nemo o Phileas Fogg, habitan un paraíso edénico cuya desarticulación debiera ser peaje para ingresar en el cuerpo social.
De no serlo, es posible que haya mediado algún tipo de engaño. A los Tigres del film homónimo de Alberto Rodríguez les conocemos en pleno edén: una grabación casera donde un padre anima a sus dos pequeños hijos a sumergirse en busca de su reloj. Más tarde, sabremos que Los Tigres le deben el apodo a Los tigres de Mompracem, novela debut de Sandokán, confirmado oportunamente en una conversación con unas niñas. Antonio (Antonio de la Torre), junto a su hermana Estrella (Bárbara Lennie), le explica a sus hijas cómo el abuelo espoleó ferozmente su imaginación infantil. Lo que venía a ser lo mismo que animarles a participar en el “negocio familiar”.
Años después en efecto Antonio es un buzo de Huelva muy respetado por el sector, y Estrella es su fiel asistente. Cualquiera pensaría que lo han logrado y han seguido viviendo en aquel espacio edénico. El problema es que el padre ha muerto, que la carrera como buzo de Estrella quedó truncada prematuramente al quedarse sorda, y que esas hijas con las que se han reunido en la playa están bajo custodia compartida de Antonio con su expareja. Las inclemencias de la adultez les rodean. La rememoración de Sandokán solo es una anécdota, una forma ansiosa de proyectarse a tiempos más felices. Tiempos en los que Antonio, además, no era un hombre tan perdido e irresponsable como para ser capaz de poner en peligro a su familia.
La delicada relación entre ambos personajes —centro absoluto del guion que, como siempre, Rodríguez firma con Rafael Cobos— depende de que ambos sigan creyendo, pese a todo, en esa aventura. No solo el pasado común ha convertido a Antonio y Estrella en compañeros de trabajo, sino también la pulsión de aferrarse a él para seguir vislumbrando un sentido. Como tantos otros adultos, Antonio y Estrella necesitan la nostalgia, y de esa nostalgia ha brotado progresivamente la codependencia: el retrato de Lennie es particularmente triste por cómo los recuerdos mal macerados parecen haberle atado por siempre a su hermano. Condenándola una y otra vez a esperar sobre la lancha a que vuelva a la superficie, y a temer que un día cercano nunca llegue a hacerlo.
Inmersión en los personajes
Hacía mucho que el cine de Rodríguez no se preocupaba hasta este punto de los personajes que lo poblaban. Podríamos remontarnos a 7 vírgenes o a After, hace ya más de 15 años, cuando recién inaugurada su colaboración con Cobos pusieron en pie retratos urgentes y, al igual que en el caso de Antonio y Estrella, atravesados por un pasado sangrante. Luego llegó Grupo 7, claro, y Rodríguez se convirtió en uno de los realizadores más reputados de nuestra cinematografía, gracias entre otras cosas a darle preponderancia al escenario y la ambientación temporal.
Estos dos elementos confluyeron en el viraje de Rodríguez al thriller y, en particular, al cine de vocación histórica, interesado en abrazar un punto específico en la memoria del Estado español para que fuera este —en lugar de un pasado ficticio— lo que definiera a los personajes. La documentación le disputó el espacio a la narración, y el cine de Rodríguez —imperfecto y lleno de nervio antes de concluir la primera década de los 2000— se abismó en la solvencia académica. Que podía ser muy satisfactoria, sobre todo en la medida de garantizar las principales nominaciones al Goya de cada año, pero estaba claro que algo habíamos perdido por el camino.
La isla mínima, El hombre de las mil caras, Modelo 77… todas preferían el tiempo histórico al tiempo dramático. El espacio-tiempo, las particularidades de un escenario estudiadas con plena profesionalidad, asfixiaron la rabia de unas criaturas que seguían estando confusas, solo que esa confusión ya no les pertenecía a ellas solas.
Era la confusión de nuestra memoria democrática, imponiendo su relato sobre el sujeto, y en ese sentido es curioso que 2025 vaya a alternar las dos caras de Rodríguez —muchas menos que las de Francisco Paesa, aunque asumimos que ambas son honestas—, estrenando su adaptación de Anatomía de un instante poco después de Los Tigres. Siendo la primera el enésimo artefacto de la Cultura de la Transición. Siendo Los Tigres, quizá, la película más lograda de Rodríguez hasta hoy.
Todo gracias a fundir sus puntos fuertes como cineasta. Estando la relación de Estrella y Antonio soberbiamente escrita —y estando obviamente estupendos ambos intérpretes—, el aparataje que Rodríguez y Cobos han orquestado alrededor se parece lo suficiente a sus propuestas de mayor pábulo crítico como para quedarse con los elementos más virtuosos. Con lo que, sí, la cotidianidad de esos buzos, su entorno y sus acentos —resulta enternecedor el incansable compromiso de Rodríguez por reflejar la realidad lingüística y anímica de su Andalucía natal—, enmarcan orgánicamente los avatares de los protagonistas. Los definen tanto como su infancia común.
Aparte, lo que era de esperar. El aparato visual de Rodríguez es modélico, ocupado en la búsqueda de nuevos retos que ahora han de pasar por la acción submarina. La visualización de los espacios acuáticos deja en ridículo lo visto en una película reciente como Sin oxígeno al no conformarse con tejer una atmósfera, prefiriendo parapetarse en ella para coreografiar un movimiento tan preciso y tenso como las mejores secuencias de acción terrestre del cine de Rodríguez. Una en particular, que tiene que ver con la primera extracción de cierto cargamento sospechoso, juega con los nervios del público de una forma admirable, invocando una claustrofobia que puede mirar frente a frente lo logrado por la set pièce central de la última Misión imposible.
No es ninguna sorpresa. El cine de Rodríguez ya lleva años siendo garantía de buen hacer, con un músculo escénico tal que se agradece que hayan sido otros cineastas, igual de pirotécnicos pero con muchas menos inquietudes —caso de Bayona o Amenábar en sus buenos tiempos—, quienes han sido reclamados por Hollywood. Rodríguez ha preferido por su parte mantener el apego a su tierra, y blindar un modelo de hacer cine —una plantilla, por qué no— que, si bien posibilita grandes cosas en Los Tigres, también pugna en ocasiones por sofocar sus posibilidades expresivas.
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La caracterización de los hermanos, su profesión y el influjo de Salgari no aboca a que Los Tigres sea una película de aventuras. No exactamente. El concienzudo trabajo con la relación de Estrella y Antonio tampoco implica que nos hallemos ante un drama de personajes. Porque en realidad Los Tigres es, en fin, otro thriller: Un exponente más de ese género al que lleva ya tantos años encaramada la comercialidad del cine español. Un thriller con su ritmo particular, con una reconocible administración del impacto y la violencia, que Rodríguez mide muy bien para nunca dejar de ser generoso con el espectador. Pero claro, con los personajes es otro cantar.
En otra clase de película, Estrella y Antonio compartirían sueños frustrados, o compararían verbalmente lo que hacen hoy con lo que soñaban de niños. En Los Tigres no tienen mucho tiempo de hacer eso —bastante es que saquen algo para contar batallitas en la playa—, porque se interponen enfermedades, métodos poco afortunados de conseguir dinero fácil, drogas y chantajes mafiosos. Todo muy precipitado, pisoteando matices y acelerando catarsis, y en resumidas cuentas limando la grandeza que podría haber alcanzado la película de querer extraer aventura y poesía en lugar de solo el familiar shock comercial, con el montaje cortante y los diálogos elípticos marca de la casa.
Aún así Los Tigres es una película a celebrar. Todo un logro artesanal, un reencuentro con lo mejor de un cineasta que parecía haberse acomodado, y ahora quiere explorar de nuevo lo que le había hecho una firma tan estimulante en primer lugar. Un cineasta que se aparta de la Historia —esa que el régimen del 78 escribe en mayúsculas— para volver a preocuparse de las historias. Esas que anudan el vigor de Sandokán con la derrota de la adultez a través de un hilo de aventura crepuscular. El tipo de aventura con el que solemos lidiar ahora, y que también puede ser en sí misma grandiosa.