Cuando queríamos ser indios Aroa Moreno Durán
Hubo un tiempo en que el miedo tenía olor, una fetidez que llegó a sumergir Europa. Durante las grandes pestes medievales, el aire se espesaba de cadáveres y superstición, y las ciudades y villas, sitiadas por la enfermedad, buscaban en la moral religiosa una explicación a la inopinada condena que rememoraba el destino funesto de Babel y Sodoma. El odio de Dios a la ciudad. El conocimiento humano carecía de la noción de virus o de contagio; la higiene, la depuración de aguas o la densidad de población eran materia arcana y los aterrorizados paisanos solo entendían de culpa, que era un mecanismo que ofrecía la ficción de sentirse a salvo. La muerte negra, que nadie sabía de dónde había llegado, solo podía ser castigo. Y su origen solo podía ser el pecado. La profilaxis era pues la violencia de los puros: quemamos brujas, lapidamos leprosos, perseguimos judíos y empalamos mahometanos. La peste no era un fenómeno biológico sino un drama teológico: el mundo estaba podrido porque alguien lo había contaminado con su pecado.
La perentoriedad de hallar culpables era más fuerte que la urgencia por encontrar una cura o dilucidar cómo se producían los contagios y atajarlos. Ese paisaje define el mundo atávico previo a la modernidad y fue barrido por la ciencia, la política y los derechos humanos. Y en ese proceso de avance, acompañando al desarrollo del conocimiento y a la asunción de la dignidad de toda vida, dos interpretaciones políticas del mundo contribuyeron a impugnar la mirada moralizante y circular del Antiguo Régimen, de sus sotanas y de sus talcos: el liberalismo y el marxismo, pues ambas desterraban el cuento moral y el auto de fe para confiar en una mirada tentativamente científica sobre el progreso de las sociedades humanas que atribuía sus articulaciones, éxitos y padecimientos a las condiciones materiales y a los intereses en conflicto. Ambas descansan en la autoestima de la humanidad, en el convencimiento de que las sociedades humanas pueden producir Historia o, al menos, modularla, navegarla en el mar bravío de lo contingente, al margen de mitos religiosos y las leyendas nacionalistas, empachadas de destinos victoriosos. Empachadas de sangre.
Los nuevos flagelantes no llevan capucha ni se golpean la espalda con cadenas: presentan podcasts, publican hilos, ponen nombres en dianas y graban documentales morales. Proclaman la pureza perdida y la verdad revelada. No informan, predican; no investigan, condenan
De ahí que la pérdida de la autoestima social conduzca inexorablemente al mundo premoderno, oscuro y sanguinario. Y si el temor prende, la confianza se disuelve y la modernidad es puesta contra las cuerdas por una crisis que desafía las certezas del mundo y ante la cual la sociedad reacciona buscando almas responsables.
Por eso, la peste de nuestro oficio en este tiempo extraño no es su calidad, mucho menos su catadura moral, es la pérdida de la confianza pública —esa forma sustantiva de autoestima invisible que mantenía unidos a lectores y cronistas, a instituciones y ciudadanos—, que parece haber sido aplastada por la concatenación de males mayores fruto de la superpoblación, el supercrecimiento y la rebelión de los meteoros. La entereza yace hoy asfixiada por los efluvios pestilentes del negacionismo, forma suprema de la ignorancia medieval y cuyos únicos motores son el miedo y sus consecuencias, mil veces ensayados por la historia y plasmados en la suspicacia y en el regreso de los savonarolas. Por esa razón La nave del misterio es el tren de la Antigüedad.
De ahí que, cuando juzgamos los déficits del periodismo, en lugar de analizar sus causas estructurales, de orden económico y social, hayamos vuelto al lenguaje del pecado. Se acusa, se señala, se excomulga. Se habla de periodistas vendidos, de medios corrompidos, de traiciones morales. Hemos reemplazado la crítica material por la denuncia ética, como si bastara con purificar a los impuros para sanar el cuerpo aparentemente enfermo del oficio.
Los nuevos flagelantes no llevan capucha ni se golpean la espalda con cadenas: presentan podcasts, publican hilos, ponen nombres en dianas y graban documentales morales. Proclaman la pureza perdida y la verdad revelada. No informan, predican; no investigan, condenan. Son los nuevos martillos de herejes, convencidos de que la regeneración del periodismo —y, por extensión, del mundo— pasa por extirpar a los apóstatas. Y así, la discusión pública se llena de inquisidores que denuncian a otros inquisidores y de tribunos que invocan su propia virtud incontrovertible en nombre del bien común. Lo fascinante es que esta recaída en el pensamiento teológico se produce dentro de una civilización que se toma a sí misma por la más ilustrada que ha conocido la historia —de hecho, lo es— y por tanto lo hace incluso conjugando correctamente el subjuntivo y el condicional, en sofisticados arabescos de subordinadas de segundo grado.
Quedan orillados pues, ante la prédica vocinglera y el asentimiento de las nuevas beatas, el marxismo y el liberalismo, las dos grandes revoluciones intelectuales de la modernidad, que nacieron para romper con ese mundo antiguo, moral y estamental sustituyendo el pecado por el análisis, la culpa por la causa. Si bien lo hicieron por caminos distintos: el marxismo sustituyó la moral por la historia, el liberalismo sustituyó la moral por el interés. Para Marx, los hombres no eran buenos ni malos, sino el fruto de unas condiciones materiales específicas, de modo que la injusticia no se combate con virtud, sino transformando la estructura material de las sociedades. El mundo no se divide entre justos y pecadores, sino entre clases enfrentadas cuyos infortunios no radican en las almas sino en la base económica que las moldea.
El liberalismo, en cambio, partió de una constatación más amarga, que descartaba la posibilidad de sociedades utópicas o estables a largo plazo: los hombres tienen intereses, y esos intereses chocan entre sí. De ese conflicto nace la necesidad de reglas porque el liberal no confía en la bondad —que existe y es la opción preferida de todo humano en la atmósfera aséptica del laboratorio— sino en una desconfianza institucionalizada. El mercado, la ley y la democracia representativa son dispositivos para que nadie deba fiarse de nadie y a la vez disponga de la confianza en que todo irá aproximadamente bien. No hay inocentes, solo individuos con intereses legítimos, dispuestos a no obrar vilmente salvo que no haya otro remedio.
La paradoja es que la historia ha querido —perdón por el animismo— que una parte importante del marxismo, que nació para desterrar la moral, haya terminado moralizando el mundo. El liberalismo clásico, que partía de una antropología desconfiada, se ha vuelto la menos moral de las interpretaciones del mundo. En cierto sentido, esa concepción es hoy la más marxista. Lo reflejaba, en la ficción, el personaje del periodista conservador Will McAvoy (Jeff Daniels), en The Newsroom, cuando decía, con la autoestima ufana del hombre moderno: “Soy republicano, solo parezco liberal porque creo que los huracanes los causan las bajas presiones y no el matrimonio gay”. He ahí una frase que resume el triunfo de la modernidad.
Hoy el periodismo se ha entregado a su tentación moral, a su deseo de pureza. Ha sustituido la investigación por el catecismo
Una parte del marxismo contemporáneo —no todo, y no de forma unívoca— degeneró en una épica de la pureza al empaparse de la épica medieval de la insurrección y sus héroes, que siempre son relatos de capa y espada, de sangre y redención: revolucionarios y traidores, pueblo y élite, bien y mal. El liberalismo, todo sea dicho, también generó dos versiones fanáticas y medievalizantes que nos están trayendo no pocos disgustos, el neoliberalismo de la Escuela de Chicago —una utopía infantil pero exitosa— y su excrecencia tardía, el libertarismo —aún más medieval e ignorante—. El pensamiento liberal clásico, por el contrario, es puramente escéptico y secular porque no promete redención, solo equilibrio precario, paz provisional, acuerdos mejorables.
Esa ironía late en el corazón de nuestro tiempo. Porque el periodismo —hijo bastardo de ambas tradiciones que nació como paria y creció en prestigio merced a las sociedades liberales— oscila hoy entre esos dos polos: el moral y el estructural. Por un lado, conserva del marxismo la fe en la justicia, la pulsión de desenmascarar al poder, la condición plebeya e irreverente; pero por otro, hereda del liberalismo la desconfianza, el método, la idea de que ninguna voz ha de tener el monopolio de la verdad. Hoy el periodismo se ha entregado a su tentación moral, a su deseo de pureza. Ha sustituido la investigación por el catecismo.
En lugar de explicar por qué el oficio se ha empobrecido, por qué las redacciones se vacían, por qué las audiencias se fragmentan o por qué las plataformas dictan la agenda, preferimos hablar de la virtud o la vileza de los profesionales que lo ejercen. El juicio ha reemplazado al análisis. Y lo que debería ser autocrítica estructural se ha convertido en penitencia pública: un periodismo que se autoflagela cada día, que confunde la transparencia con el arrepentimiento, que pide perdón por existir pero no se atreve a pensar por qué. Esa liturgia moral tiene una ventaja emocional: consuela. Permite a los buenos sentirse buenos. Pero su coste intelectual es enorme: nos devuelve al mundo de las cruzadas, no al de la razón. En el fondo, el periodismo moralista no quiere transformar el sistema informativo: quiere purificarlo. Y eso es volver a la Edad Media.
Porque la peste, hoy como entonces, no es solo la enfermedad: es la forma de explicarla.
Si el periodismo quiere volver a ser moderno —en el sentido fuerte del término— debe recuperar el principio liberal de la desconfianza y el marxista de la estructura. No el catecismo de los buenos, sino la mirada fría sobre los sistemas. No el exorcismo del colega impuro, sino el análisis de las fuerzas que nos modelan.
Solo así podremos recordar lo que los hombres del siglo XIX aprendieron tras siglos de superstición: que el mundo no se divide entre los que tienen razón y los que no, sino entre los que buscan causas y los que buscan culpables.
Y la peste, cada vez que regresa, nos recuerda que esa frontera sigue abierta.
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