Cuando queríamos ser indios Aroa Moreno Durán
El periodismo cultural se ha confinado a la cultura como industria del entretenimiento en vez de explorarla como sistema de significados compartidos, y eso le impide ver la ofensiva general contra lo femenino.
Sabemos por el estudio de las civilizaciones antiguas que cultura es tanto un ritual funerario como un meme, el número de dientes de un tenedor o la estructura polifónica de un canto. El periodismo cultural, sin embargo —como otros tantos que viven en la superespecialización—, opera como una cámara estanca que limita sus haberes al entretenimiento que las industrias proveen, a reseñarlo, valorarlo y recomendarlo; y hay en ello una renuncia a leer la cultura física del mundo que nos rodea que limita la comprensión de lo que nos pasa.
Porque, a menudo, la noticia cultural no está tanto o solo en lo que la música, el cine o la literatura proclaman de la época, sino en lo que la época fabrica sin decir nada. Rosalía y Björk han publicado Berghain, un tema sinfónico y místico descrito como la consagración de un nuevo fervor religioso en la música pop, una misa de reencantamiento en un tiempo descreído y desorientado. Y en torno a ellas, el discurso se repite y se eleva a lo político: lo sagrado vuelve. La cultura parece rendida a la nostalgia del sentido, al folclore católico, al aura intangible y al milagro, y los signos de este rebrote proliferan: el éxito de series sobre fe y redención, el auge del evangelismo político, el pop que cuelga crucifijos, el cine de las hijas e hijos de la concertada, deportistas proclamando sus negociaciones con la fiscalía de lo altísimo... Todo parece hablar del retorno de un dios o, al menos, del deseo de que algún dios vuelva y ponga orden. Plumas con brillo como las de Enric Juliana, Diego Garrocho o Israel Merino, expresión de cabezas ilustradas, han escrito sobre ello estos días.
En cierto sentido, como ya hemos contado aquí, hay algo de espejismo cultural y folclórico, porque lo que vuelve sin duda es el barroco, expresión estética de una religiosidad reactiva a las amenazas de los cambios. A juzgar por el aforo de las misas y el laicismo callejero (refrendados por las series históricas de los estudios sociológicos), no parecen repuntar tanto las vocaciones en los seminarios como otras formas de creencia, ante las incertidumbres circundantes, desde el tremebundo adventismo al conspiracionismo antiglobalista, reclamando un espacio en la res pública, de donde la Modernidad había desterrado la fe, confinándola en la intimidad de los hogares y las sacristías. Así que parece que existe una ciudadanía que ansía el pertrecho de las verdades últimas.
Pero, ¿y si el verdadero cambio cultural se expresa en el lenguaje material del mundo? Si la cultura son nuestros avíos, en lugar de mirar hacia nuestra improbable alma y charlas con sus heriditas, podemos mirar afuera, a la calle, a lo realmente existente, a lo que fabricamos y tocamos. Porque quizá la época mienta sobre sí misma, o no diga toda la verdad, y no esté buscando trascendencia sino solo una armadura. Acogerse a sagrado, cual Quasimodo con Esmeralda la cíngara en sus brazos, más que trascender a la mística. Uno tiene para sí que el auténtico relato espiritual del presente no se expresa tanto o solo en canciones, como en carrocerías. Quizá la industria automovilística está delatando el verdadero rostro de la época, con coches más grandes, más altos, más pesados, vehículos con ceños fruncidos en las ópticas delanteras y traseras, colores de uniforme de infantería o de acorazado de la Guerra del Pacífico, líneas rectas, aristas de guerra... Europa, que había hecho del automóvil una obra de civilización —pequeño, eficiente, racional, ágil—, fabrica ahora coches que parecen diseñados para atravesar barricadas, y lo que antes era comodidad hoy es intimidación. La cortesía del ceda el paso ha sido reemplazada por la bravata del apártate.
Porque esa transformación estética no es una frivolidad industrial, es una mutación cultural que habla de una Europa que se siente amenazada, de una sociedad que confunde seguridad con fuerza, de un individuo que se protege porque ya no confía en nadie. Y sobre todo habla del miedo masculino, ese miedo profundo a perder el lugar que durante siglos fue suyo por defecto. La masculinidad se atrinchera —en el discurso político, en el cuerpo, en el coche—, mientras la modernidad y el progreso le exigen que se desarme. Los nuevos automóviles son, quizá, la forma más sincera de esa plegaria: una súplica blindada, un rezo mecánico que dice “no me toques, no me ignores, no me gobiernes, obedece”.
Es una transformación del inconsciente material de la cultura europea en el que la Europa del ahorro y la eficiencia —la que fabricaba urbanos coches más grandes por dentro que por fuera e inventó la inyección multiválvulas y el turbo para ganar potencia sin elevar la cilindrada y el consumo— se rinde al imaginario bélico, al diseño SUV, a la estética ominosa de la fortaleza. Incluso el Cinquecento y el Mini han renacido monstruosos, cebados por el clembuterol de la testosterona. Como el auge del escapulario, es una mutación cultural que se puede leer como síntoma de miedo —miedo al mundo, miedo a los otros, miedo al colapso—, pero un miedo ontológicamente masculino: un continente feminizado que alguna vez creyó en la civilización del confort se amuralla ahora tras un chasis alto y una parrilla amenazante.
El automóvil, una de las máquinas más reveladoras del siglo XX, es un espejo donde cada generación se ha mirado sin quererlo. En los cincuenta, era la promesa de libertad y belleza; en los ochenta, el símbolo de prosperidad e ingenio resistente a los elementos; en los noventa, la metáfora de la inteligencia técnica de los coches pequeños, aerodinámicos, pensados para una Europa civilizada que creía en la armonía entre eficiencia y bienestar. Pero en la última década, esa tradición europea ha claudicado y la vieja estética del confort ha sido reemplazada por la del blindaje. Las curvas de los diseños feminizados desaparecen, los coches se elevan, las parrillas se ensanchan como fauces terribles y los faros lanzan miradas torvas que maldicen al mundo, en una retórica del poder físico en el que la elegancia sucumbe a la militarización.
Europa, que durante tres cuartos de siglo se pensó civilizada, cosmopolita y verde, asume ahora la lógica del asedio porque la era del bienestar ha dado paso a la era de la aprensión
Hay, claro, estrategias comerciales detrás, pero responden a una mutación profunda en el gusto y en las aspiraciones: los coches están sancionando el fin del optimismo moderno. Europa, que durante tres cuartos de siglo se pensó civilizada, cosmopolita y verde, asume ahora la lógica del asedio porque la era del bienestar ha dado paso a la era de la aprensión. El SUV, con su postura elevada y su tamaño desproporcionado, es el emblema perfecto de esa ansiedad, del que se protege del mundo y no comparte la calzada sino que la conquista; el que no danza con el tráfico sino que lo somete. Es una lógica de fragilidad masculina, una reacción defensiva ante la pérdida de centralidad, una fantasía de control que disfraza la inseguridad.
Todo, la tecnología, los vehículos, los edificios o la ropa parecen resbalar hacia diseños pensados para resistir una vida sitiada. Lo frágil, lo ligero, lo ambiguo, lo sensual —virtudes de la posmodernidad— han pasado a ser sospechosos y el nuevo canon estético glorifica la dureza, la geometría rocosa y el control. No es casual que esta mutación coincida con la expansión política del discurso de orden: proteger fronteras, proteger la identidad, proteger a los hombres de la humillación simbólica de haber perdido su monopolio sobre el poder; protegerlos, en resumidas cuentas, del rechazo femenino. La agresividad de los coches, como la del lenguaje político o la del cuerpo masculino cincelado en gimnasios, forma parte de la gramática cultural del miedo a disolverse. Y el coche es quizá la formulación más honesta porque es literal, colocando a un varón dentro de un fortín y mirando al mundo desde lo alto. Un castillo en una colina.
El auge del militarismo simbólico, como el de la religión —en la moda, la política o la cultura visual— no anuncia una guerra, sino la dificultad para aceptar la paz. La civilización del bienestar se construyó sobre la idea de que podíamos compartir el espacio, podíamos confiar. La civilización de la intimidación se levanta sobre la idea del baluarte.
Hace quince días, en la noche otoñal de La Codosera, un pueblecito de poco más de dos mil habitantes al noroeste de Badajoz, se escribió un manifiesto silencioso de la era del blindaje cuando una mujer de 46 años fue atropellada hasta la muerte por el coche que conducía su pareja.
Rosalía canta en su videoclip el retorno de lo sagrado —oh, vaya— planchando y haciendo la cama. Mientras, ahí fuera, los coches afilan sus mandíbulas de depredadores de metal.
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